“Hablando se entiende la gente”, dice el
refrán. Qué curioso, pero mientras más
lo intento menos me comprenden, y viceversa.
El lenguaje tiene sus recovecos, sus
subidas y bajadas, guarda en medio de llanuras clarísimas cierta especie de
vegetación frondosa que da al traste con el hecho particular, meridiano, que lo
funda: comunicarnos. Entonces ya ves, cuando dices A otros terminan por
entender B, y cuando ese individuo con quien compartes un café afirma C,
resulta que captas todo lo contrario. Tú sabes, puedes ir teniendo pistas de a
qué diablos me refiero. ¿Me comprendes Méndez?
En cuestiones de la lengua y sus enredos
existe un mundo habitado por seres de todos los pelajes. Entre ellos los mecánicos,
pongo por caso. Llega la fecha de entrega luego de quince días con el carro
reparándose porque el arranque estaba malo y zas, no, no se acabó el martirio
sino que se requieren tres semanas más: es que el clima estuvo frío, al gerente
le dolió una muela, hubo vientos fuertes y, para remate, la gigantesca mata de
mamón de al lado del taller se vino abajo aplastando enseres, vehículos mal
ubicados y demás objetos por el estilo. Qué carajos. Cosas de la vida, te
dices, y entonces sacas pecho para aguantar lo que te espera. Los carpinteros,
fíjate, también dan la pelea, y la dan fuerte, los herreros ni se diga, ¿y las
aerolíneas?, ufff, se esmeran de lo lindo por llevarse todos los elogios. Pero
los médicos, pobrecitos, una inmensa cantidad de médicos obtiene a pulso el primero y el mejor de los lugares.
Ocurre que se te hincha algo, o casi te
asfixias por la tos, o los dolores de cabeza terminan por exprimirte los sesos,
de modo que llegas al consultorio, lees la plaquita en la puerta (horario de consultas:
lunes a viernes 8-12, 3-6), miras el reloj (9:45 am), preguntas por el fulano y
la señora secretaria, peinadita y planchadita, solemnemente te informa que no
ha llegado todavía. Lo de la solemnidad no es cuento: pone cara de haber
chupado limón, se encarama al altar mayor de la catedral en que está segura que
se encuentra y desde su púlpito baja la mirada, se inclina, te observa como a bicho
raro y te lanza una frase a quemarropa. “El doctor no ha llegado pero va a
venir”. Tú tratas de pedir explicaciones, de solicitar por el amor de Dios
información menos abstracta, más cercana al pragmatismo que consiste en señalar
la hora en que fulanito de tal hará acto de presencia y ella no señor, no ha
llegado aún, es que no ha llegado pero ya vendrá, y tú dale, continúas, incluso
haces señas, morisquetas, mímica para que se entere de que ya sólo quieres decir
gracias, despedirte, solicitar la bendición divina y amén por los siglos de los
siglos pero nada, es que oiga usted señor, el doctor no ha llegado, no ha
llegado, es que no ha llegado pero espere porque por ahí debe venir. “Hablando
se entiende la gente”, claro. Vaya cojones los de este refrán.
Te vas, regresas en la tarde. 2:23 pm.
Bañada en humo de sahumerios pontifica otra vez sin despegar la vista de la
biblia, digo, de la revista Marie Claire, que Orijuela Pérez, o como se llame,
no ha llegado porque tuvo un inconveniente. “Lo siento mucho, pero no ha
llegado”. Miras de reojo la tablita de la puerta, observas por milésima vez el
horario de consulta, entonces buscas, tratas, haces todos los esfuerzos por
hablar, por entenderte con ella a punta de lenguaje, de refranes o de lo que
sea y la sacerdotisa te detiene en seco: no ha llegado, señor no puedo hacer
nada porque no-ha-lle-ga-do. Le preguntas si sabrá algo de su paradero, si
vendrá algún día y alguna vez, si el hombre se halla en la ciudad, en el país o
en el planeta, y entre bocanadas de incienso recibes otra vez lo tuyo: lo único
que sé es que no ha llegado.
Como el lenguaje hace tiempo dejó de
funcionar para lo que supones que funciona, dices adiós, das la media vuelta y
comienzas a desaparecer. Ella te llama, oyes esa voz como de trompeta salida
del apocalipsis, se te acelera el corazón, hasta cierto punto te alegras porque
quién quita, a lo mejor llegó justo cuando dabas la espalda y te largabas. Nítidamente
escuchas la pregunta: ¿señor, regresará usted mañana? Nada, ahora sí, mañana
sí, podrás mejorarte, podrás salir con las pastillas para la hinchazón, vas a
quedar como nuevo. Respondes muy contento que claro, que estarás puntual al día
siguiente, que necesitas tratamiento para lo que tienes. ¿Y cómo a qué hora
llegará el doctor?, te atreves a susurrar. Ella, frunciendo el ceño y muy
risueña, escupe sobre ti: ahí, mire, ahí, ahí en la puerta está el horario de
consultas.
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