I
Ya sé que la magia no existe. No como la he
entendido desde niño: algo, un no sé qué que te permite sacar conejos de un
sombrero, transformar piedras en palomas o lograr que un vaso de agua se
convierta en papelillo.
A mi edad créeme que no estoy para cuentos.
Uno vive su vida, estudia ingeniería, plomería o se mete a taxista, y lo otro
es alimento para demagogos. Los magos quedan para historias fantásticas o
novelitas rosa de las que andamos hasta los dientes.
No, es
que no estoy para cuentos. De muchacho sí, es decir, a los once o doce años iba
a casa de Tomás o Jeremías y en un santiamén todo adquiría tonos pastel. Pero la
magia, lo que se dice la magia, dicen que hay que buscarla dentro de uno, en el
fondo, y creer en ciertas posibilidades. Para eso están los sesudos que chorrean
pavadas a diestra y a siniestra. Pero lo otro, esa urdimbre de malabarismos
típicos de feria surge prácticamente de la nada. La felicidad al alcance de la
mano. El asunto consiste en pasarla bien.
A veces, al salir tomado de la mano de mi
madre y tropezarme en las aceras con gente apurada que iba de aquí para allá
sin fijarse en los demás, como incrustada en un tubo que alguien después
arrojaba a la vida y a las calles, jugaba a imaginar que una de ellas terminaba
con el pie metido en algún hueco que se la tragaba por completo. Jamás pude
acertar, en ningún momento se cumplió lo que pudo haber sido mi truco favorito,
resultó imposible hacer que las circunstancias obedecieran eso que ordenaba
gracias a una varita imaginaria.
Crear mundos, alzarse con todo el poder y
coger al toro por los cuernos -el toro
de la realidad embrujada desde tus hechizos, quiero decir-, repito, nunca se me dio así como así. Yo soy un descreído
sin remedio, asunto que agrava todo el
lío de modo que aún en la primera infancia rechacé lo que otros niños aceptan
sin mirar atrás. Transformar la realidad, aparecer y desaparecer objetos con un
chasquido de los dedos, convertir mi almohada en oso y, en fin, dominar el arte
de transformar el plomo en oro, todo, absolutamente todo esto no ha tenido un
ápice que ver conmigo.
Mientras Raúl o José Luis volaban como
Supermán o hacían de las suyas al más puro estilo de Merlín, mi yo interior
andaba seguro de sus limitaciones. No me luciría con poderes extraordinarios y
demás hierbas parecidas. La magia era para los magos, y los magos, caballero,
vaya a buscarlos en los circos, no en un miércoles cualquiera mientras tomas el
taxi para llegar por ejemplo al aeropuerto.
II
Estudiar literatura, mi viejo dice que
estudiar literatura es una vaina para ricos. Ven acá, muchacho pendejo, coge el
teléfono, llama, toma, ya mismo pídele
trabajo a cuanta empresa se te enrede entre los ojos y el dedo índice. Coge el
teléfono y repasa las páginas amarillas, paséate por ellas, insiste, insiste,
dices que estudiaste eso, literatura o como se llame, ajá, dices eso y pides un
trabajito, anda. Entonces me cuentas.
Mi viejo jura que me moriré de hambre. Tu
primo Ernesto, tu primo Carlos, tu primo Antonio, esos son tipos serios:
odontólogo, contador, abogado. Tú eres tan inteligente, qué carricito tan
inteligente, puedes estudiar lo que te dé la gana y mírate, feliz porque pasarás
hambre de por vida.
III
Cierro los ojos
y me veo sentado. Percibo la dureza de las tablas. Estoy en un circo, uno de
esos miserables y tristes que recaló en el pueblo como barcaza de segunda que
toca puerto en medio de trasatlánticos o yates. En el escenario un personaje conocido
realiza trucos mientras la mayoría aplaude. Una gallina sale de un saco vacío,
un palo de escoba pasa a ser ramo de flores. Me encuentro en lo alto de las
gradas, hechas con tablones superpuestos
encajados a otros mediante piezas de metal unidas con tornillos a diversos
aparejos. El mago, vaya sorpresa que me llevo, es también el carnicero del
mercado. Las veces que acompaño a mi madre para ayudarla con las bolsas de
chuletas o bistecs, ese señor es el que atiende. Quién lo hubiera imaginado, ahora
es mago en este circo. Es que ya lo sé, no existe la magia como no existe Santa
Claus o el Hada de los Dientes o toda esa palabrería con que pretenden adornar
la infancia. Sé muy bien que Supermán tampoco vuela, que Hulk ni es verde ni
vive en parte alguna y sé también que los milagros, los de antes, los de ahora
y los que llegarán en el futuro son ensoñación monda y lironda.
IV
Como la magia hace plaf al estrellarse
contra el suelo, prefiero ir sobre seguro. La gente se persigna, las señoras
ponen el Ave María Purísima en sus bocas y el asunto fluye, dicen ellas. Para
hallar cosas perdidas o para rogar un favorcito en pleno vendaval la magia
sirve para el sosiego o para la resignación. También para que no se acabe la
esperanza. Yo no. O estudio o me liquidan en el primer examen. O me gano el pan
o nadie me va a multiplicar los peces. O hecho afuera todo el sudor de este
mundo o al diablo, jamás llegaré a esa línea del horizonte que busco trasegar.
Entonces nada, clavos, martillo, cincel, neuronas, braga de trabajo y adiós
padrenuestroqueestasenloscielos. Chao suerte, hola romperme el lomo en la
faena. Adiós señor improvisado, salud diez horas diarias con el culo aplastado
en una silla pegándole a las teclas.
V
A las teclas,
sí. El viejo estaba equivocado. Ni cogí el teléfono ni patiné sobre páginas
amarillas. Soy un escritor, así como lo lee: es-cri-tor. Peor que estudiar
literatura, ya lo sé. Aún escucho sus palabras, el grito al cielo, la condena
eterna, el desengaño final, definitivo, porque tu primo Ernesto, odontólogo, y
tú un bueno para nada que terminará arrasado por quién sabe qué cosa, vencido
por la vida, hecho polvo por la estupidez.
Un caso perdido, eso es. Y aunque la magia
pertenece a Disney fíjate que desde hace
mucho me la paso hurgando en algo que se le parece. Es decir, no hay varitas
mágicas, no soporto a Harry Potter, tampoco trago a un Copperfield lleno de
embustes, de glamour rosé y toda la parafernalia, de chicas guapas y un talento
discutible, pero meto las narices en ese espacio extraño que es la fantasía. En
semejante plano he aprendido a navegar. Un escritor crea fantasías, un escritor
engaña a su manera y ese engaño debe estar lleno de verdades o estarás jodido
compañero, o nadie creerá el embuste que cuentes en doscientas treinta páginas.
En fin, que soy escritor, a mis veintitrés
años soy un escritor que no estudió literatura y que a estas alturas seguiría
siendo la vergüenza de su padre, que Dios lo tenga en la gloria. Un poemario, ni
medio en el bolsillo, una novela negra, dos libros de cuentos, otro de ensayos,
todos más o menos aceptados por esa señora extraña que dieron en llamar “la
crítica”.
VI
Por lo general voy a un café y me entrego.
Desde hace tiempo llego a mi mesa favorita, como el circo a mi pueblo y como el
barco de segunda al puerto, para cumplir la tarea que tarde a tarde realizo como
un quehacer sagrado: escribir. A las cinco y media El Diente Roto me espera con
las sillas dispuestas. Entro, el rincón acostumbrado, café, agua mineral,
tabaco, hojas blancas, bolígrafo barato. “El
demonio que me habita” salió en este lugar, así como “La ventana de la casa azul” y “El reino del unicornio”.
Mi mesa preferida está ubicada justo bajo
el bombillo que ilumina parte del salón principal cuya luz se cuela a través del pasillo que
termina en otra sala, más amplia que la primera pero también más bulliciosa. La
historia es simple, una línea recta que culmina en gancho al hígado: alguien
escribe un cuento sórdido, erótico, oscuro. Un personaje cuenta lo que ocurre,
siempre en primera persona, entre una mujer joven, dedicada a la pintura, y un
hombre algo menor cuya aspiración es darle forma a su primera novela. Él
escribe y mientras escribe la observa y mientras la observa día a día, a cada
instante y con pasión obsesiva, crea la obra maestra que luego llegará, por
fin, a los anaqueles de las librerías. Un reality
literario, no cabe la menor duda.
Ella también está ahí, la chica de la
barra. La chica de la barra pide un Johnnie Walker en las rocas y luego del
primer sorbo pasa la vista alrededor. Me ve pero no me ve, es decir, yo escribo
y fumo pero todo indica que soy un pobre bicho que no vale la pena contemplar.
No se percata de que estoy. Me mira pero no me mira. “Me observan, luego
existo”, variante cartesiana que viene muy a cuento a propósito de las
circunstancias. Moraleja y conclusión: soy poco menos que un insecto.
Cruza la pierna y desde su asiento la chica
de la barra es Venus emergiendo de su vaso, la Venus del whisky que ya va por
la mitad. La falda es corta y el hecho de estar sentada la hace más diminuta
aún. Piernas de infarto, cintura de infarto, subo la vista: tetas de paro
cardíaco. La Venus de la barra bebe sola, bebe a placer mientras el insecto no
le quita los ojos de encima y escribe y sueña, y escribe y recuerda la varita
mágica de aquellos magos de pueblo y ojalá funcione, ojalá, ojalá, ella
dispuesta para mí al calor de un hechizo, de Merlín, de Copperfield, maldita
sea, pero ya sabes, ya lo requetesabes, la magia es pasto de individuos tan
distintos, tan poco yo, tan imposibles para mí, qué se le va a hacer.
Voy a dibujarla con palabras. No, voy a filmarla,
escenas a base de escritura. Uno, dos, tres, acción. Sílabas, letras que la
encierran y la entregan. Una mujer sabe lo que tiene, una mujer de verdad,
caballero, conoce al pelo lo que lleva entre las piernas y lo que guarda en
medio de esa maraña de neuronas. Voy a filmar a esa mujer con mis palabras y la
película final cobrará vida sobre estas cuartillas aún en blanco. Ella sabe lo
que tiene y yo también soy capaz de adivinarla. Ambos lo sabemos, estamos aquí
para encontrarnos. Otro Johnnie Walker, me mira, claro, sin mirarme otra vez
pasa los ojos por mí y de esta no presencia en que me he transformado me atrevo,
la atrapo, toco sus piernas, abrazo con morbo su cintura, la traigo hacia mí,
hurgo en su piel, recorro sus hombros, bajo, continúo bajando hasta las nalgas,
hasta llegar a la falda cortísima y meter las manos en el fuego que ya nadie va
a apagar. Me mira, esta vez sí me mira y me percato de cómo sus ojos se
sostienen en los míos. Escribo, no hay
apuros, no hay presiones. Va a ocurrir lo que tiene que ocurrir y nadie apuesta
a lo contrario. No hay magia, no hay trucos, no hay espectáculo para la galería.
El conejo hace juego con el estofado. Nada de chisteras.
Escribo: “Pasa las manos por sus piernas, de
a poco recorre la cara interna de sus muslos”, y al desprender la vista del
papel noto que finaliza el movimiento, que cumple su parte con la devoción que
pongo en el libreto. Continúo, insisto, escribo ahora: “bebe un sorbo, apenas
se moja los labios lleva a su lugar un mechón de cabello despeinado. Suelta dos
botones de su camisa semitransparente”. De inmediato la acción se superpone al
guión en pleno desarrollo. Sincronía, total complicidad. “Me levanto, nos
besamos, abandonamos el lugar porque el mundo, el sexo, la vida, nos guiñan un
ojo desde afuera”. En efecto, me levanté y al acercarme nos besamos como si
sólo importara arrojarse a unos labios que esperan, a ese juego de lenguas y
saliva y jadeos para salir después al mundo que desde hace tanto nos
reclama.
2 comentarios:
He leído a usted en su estilo tan musical como siempre, de bolero.
He leído a usted en su estilo tan musical como siempre, de bolero.
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