A Pedro Suárez
De muchacho me daba por imaginar que la
realidad era en verdad una película. Caminaba por las calles, compraba en los
abastos, y a cada rato suponía que un ojo gigantesco a modo de lente
cinematográfico seguía mis pasos filmándome, tomando panorámicas de la ciudad,
empaquetando en celuloide la rutina que me tocaba despellejar con la navaja del
absurdo o del humor.
Soy un animal prehistórico en eso de las
tecnologías, pero reconozco que entre una cámara y yo existen más coincidencias
que razones para suponernos mutuamente excluyentes. Así como ella registra el
universo desde el horizonte de su óptica particular, uno también lleva el mundo
adentro, trazado en imágenes, como si desde el estómago un trípode y una
handycam se elevaran hasta los ojos capturando la vida en tecnicolor.
De niño me pasaba que al entrar en un
lugar, pongamos por caso un restaurante al que a veces me llevaban mis padres,
de pronto a dos mesas terminaba su postre Ursula Andress. Y al rato Jackeline
Bisset cruzaba el salón tomada del brazo de un señor que siempre me parecía
(todos, todos me lo parecían) indigno de semejante mujer salida quién sabría de
dónde. En la plaza, en la parada de utobuses, en el café que existió toda mi
infancia a media cuadra de la casa: Alain Delon, Juliet Binoche, Sophia Loren,
Woody Allen, Julia Roberts, Stephanie Zimbalist, a cada uno de ellos vislumbré
un día cualquiera entre la gente, el tráfico, el ir y venir de la Upata que me
tocó transitar años atrás.
Repito entonces que tengo mucho en común
con una cámara de cine aunque jamás he visto una de cerca. Nunca estuve en un
plató de filmación y fíjense, juraba que abrir los ojos, salir a la escuela,
hacer los deberes, jugar con el perro o telefonear a un compañero formaba parte
de un entramado mayor, integraba escenas que todo lo abarcaban, que un director -acaso Hitchcock si el asunto paraba los
pelos, quizás John Ford cuando había trifulcas al estilo vaqueros de por
medio- grababa con paciencia de artista
en pleno oficio y ya lo saben, prohibido dedicarse a molestar. Cada quien vive
su película particular y la mía era una que duraba veinticuatro horas al día.
¿Algo hilarante en las calles? “Chaplin debe andar muy cerca”, me decía.
¿Enredos truculentos mientras mordía un pan en la cantina del colegio? “Moe, Larry
y Curly tienen que estar haciendo de las suyas”. Y así.
Con el tiempo uno aprende que la vida no es
como una pantalla por mucho que lo deseemos, lo cual va poniendo las cosas en
su sitio hasta que por fin hallamos nuestro lugar en el set de los adultos. Para
que no nos llamen locos, por supuesto. El otro día una estudiante disparó en
voz baja: “profesor, usted es igualito al Dr. House”, y juro que la nostalgia
me agarró por el pescuezo. Retrocedí una pila de años, me vi comparando al tío
Max con Marcelo Mastroianni, a la prima Lola con Catherine Deneuve. Sólo me dio
por sonreír, por recordar. No he sido el
único con semejantes ocurrencias, por lo visto. Luego de un buen tiempo el
abanico se abrió como una rosa y el gremio de los escritores hizo acto de
presencia. Borges deambuló por el mercado de mi pueblo, Cortázar, Dostoievski,
Ítalo Calvino, Garmendia y Úslar Pietri fueron avistados cuando menos una vez.
Ya a punto de cumplir los dieciocho y en plena Tropicana, burdel upatense al mejor estilo de
“La casa verde”, creí ver a Vargas
Llosa Polar en mano sobándole las piernas a una dama.
Pasaron décadas, quedó atrás una montaña de
lunas. Como he dicho antes, la vida no es como una película, y ahora agrego que
ni como una novela, pero aún así todavía dejo la puerta semiabierta para
charlar con los fantasmas. Anteayer cené con un amigo, conversamos -por lo general éste es un deporte que me
gusta practicar con regularidad-. Al terminar, ya listos para subirnos al carro
y largarnos, noté a un señor de pie en un balcón del centro comercial. “Mira a
Salman Rushdie”, le dije. Él sonrió desconcertado, le conté entonces
el por qué de semejante comentario, mencioné alguna anécdota infantil y noté
otra vez su sonrisa a medias, gesto de complicidad que únicamente la amistad
ofrece sin trámites mayores. Era Salman Rushdie, claro, estoy seguro de que el
tipo del balcón era el mismo Salman Rushdie.
1 comentario:
Jaja! Memorias de tus películas tristes? Bien bueno...
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