Uno cree que la vida de los otros es
intensa, enigmática, poco aburrida y menos chata que la de nosotros. Me pongo a
leer las aventuras de ciertos escritores
-sí, para algunos transitar por este mundo era aventura en carne
viva- y hay que ver, la pirotecnia
cotidiana parecía metida en ellos hasta lo más hondo.
Últimamente he tenido sueños raros. Apenas
cierro los ojos siento que puedo atravesar paredes. Gracias a semejante
condición, ah, y a la de lograr ser invisible cuando se me antoje, salgo a merodear
por las calles, a ver el universo como me provoque, a hurgar en las casas
vecinas. Voy y vengo a mi real gana, puedo asomarme a la noche de algunos
personajes pero qué va, lo que descubro me deprime sin ningún tipo de
atenuantes.
La que vive enfrente tiene más problemas
que razones para sonreír, pobrecita, y yo que la juraba flotando en nubes de
algodón, asépticas, rosadas por todos los costados. La escuché el otro día en plena charla con su amante y no pude un
minuto más, salí espantado de la habitación. Ya en otro momento, me armé de
valor y espié al señor X, escritor, ensayista para más señas. Conclusión: su
vida es un desastre. Todas las veces, y juro que no exagero un ápice, con cada
uno de mis elegidos resultó siempre igual, patético, mediocridad por donde te
asomaras. De una imagen cargada de misterios, de experiencias vitales que
suponía por completo estimulantes, derivó una realidad tan venida a menos como
el día a día tuyo, o mío, o de cualquiera. Nada que hacer. Preferí sacarle el
cuerpo al mundo de lo onírico y con ello, qué más da, renunciar a todos mis poderes.
Entonces hallé el equilibrio. No me
refiero, claro está, a considerarme dueño de mandalas equis o de mantras ye que
sólo yo conozco o manipulo, en lo absoluto, pero la verdad sea dicha: he
abierto un poquitín los ojos, me he acercado más al fondo del asunto, que al
fin y al cabo es como captar distinto, como ver el patio con otros ojos y otra
sensibilidad, vislumbrar, pues, de modo
diferente eso que dieron en llamar género humano. No está mal después de todo.
Somos grises de cojones, pequeños como
insectos, con el ego desmesurado típico de quienes creen tener a Dios cogido
por las barbas. Eso es. Sobresalir en algo, observar destreza consumada en
determinados quehaceres, brillar en ciertas ocasiones sólo es evidencia de cuán
tercos podemos terminar siendo. La vida promedio de cualquiera, en el fondo, es
tan oscura como la de Juan, Alexis o el portu de la esquina.
Así que no hay que tragar cuentos. Yo, que
pude atravesar tapias, murallas, hacerme invisible con únicamente roncar a
pierna suelta en una cama, soy manojo andante de problemas financieros,
laborales, psicológicos y sentimentales. Mi inteligencia, normal tirando a
baja, no ayuda demasiado y esto refuerza lo que digo: cero intensidad, nada de
aventuras descollantes o existencia inflamada al rojo vivo. Acaso sueños
destripados, huidizos como hormigas que escapan de algún dedo empeñado en
aplastarlas. Vivo al día y eso me basta. Logré captar el lado oscuro de mi
lección, no otro que sacarle punta hasta a las piedras, o lo que es lo mismo,
darme de bruces con la mínima sorpresa que flota en el café, en el aire, en el
licor de la copa, y bebérmela sin tregua ni respiro. En fin, que ya me estoy
pareciendo a Coelho y eso espanta. Ni por el carajo.
Cuánta paradoja, en una ocasión busqué colarme
en la habitación de una mujer, es decir, pretendí burlar rejas, paredes y hacerme
invisible, pero no, aún así choqué de frente contra muros, columnas y
obstáculos de todos los pelajes. Tiempo después, fíjate, me dijo guapo, ven,
por lo que hallé las puertas abiertas de par en par, incluidas sus piernas. Es
que somos ciegos, claro, y torpes, pero lo interesante, lo que ya jamás olvido
es que en el momento justo alumbra el sol, el tuyo, el que hasta cierto punto
llevas apagado adentro, y el de todo Cristo. Es la maravilla. Lo demás es
cuento, créeme. Puro cuento y se acabó.
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