Tomado de: Expediente contra la corrupción. Revista de Ensayos Políticos. Ediciones de La Causa R, Caracas, año 1, núm. 1, oct. 2013.
Cometer ilícitos, delinquir, manifestar
conductas reñidas con la decencia y con las leyes ha sido, es y será un hecho
inherente a la condición humana. Hobbes ya lo decía, palabras más, palabras
menos: es tan peligroso el hoyo en el podemos caer que sólo el contrato social
nos salva de nuestra naturaleza destructora.
Así, perseguimos el bien común poniéndonos
de acuerdo para vivir en sociedad. Nos protegemos, a fin de cuentas, de
nosotros mismos. Corromperse siempre va a resultar una posibilidad al alcance
de la mano. No es extraña entonces la corrupción, vista a través del lente, del abanico a propósito de lo que en
ella cabe, y mucho menos la administrativa, entendida aquí como el desvío
ilícito de lo público hacia el coto de lo particular.
Según ONG’s tan serias como Transparencia
Internacional, Venezuela posee el triste privilegio de ocupar un sitial de
honor entre los países más corruptos del mundo. Si bien el fenómeno existe a lo
largo y ancho de este maltratado planeta, ciertas regiones llaman la atención
porque el mal, que ha engordado, ha echado raíces y se ha apoderado de la
estructura burocrática de los países más golpeados por el flagelo, llega a ser
estructural. El aparato jurídico penal luce en ellos carcomido, la seguridad
ciudadana y el bienestar social en general distan mucho de ser lo que en teoría
deberían, la concentración de poder en manos de un caudillo (un hombre fuerte,
un “iluminado”, un presidente sin mayores controles en su gestión) hace de las
suyas y el resto de los poderes públicos inclina la cerviz ante el Ejecutivo.
Finalmente, la gente, en su inmensa mayoría, no ve con malos ojos el asunto, es
decir, ni condena ni rechaza al pícaro
que medra hasta “triunfar” luego de usar la política como medio para
enriquecerse. De alguna manera la sociedad se erige en cómplice del problema
que nos toca. Nuestro país, triste es decirlo, no escapa a estas verdades.
Para que lo anterior ocurra deben existir
ingredientes fundamentales que sustentan y abonan el florecimiento de la corrupción
que cala hasta los huesos en la
Venezuela del pasado y del presente: un conjunto de valores,
una simbología, una psicología y un lenguaje que erige la plataforma ideológica
sobre la que se sustenta el hecho que abordamos. La sociedad venezolana (y esto
es observable desde la Colonia )
mantiene una relación con el Estado cuyos intereses no convergen en un punto de
fuga donde el objetivo es la consecución del bien común. Pareciera que por lo
general los ciudadanos no consideran como bien público el patrimonio que deben
manejar los distintos gobiernos, de modo que el pillaje en este ámbito puede
ser perdonado y, más aún, justificado gracias a que la administración estatal
es poco menos que una entelequia, concebida por la mayoría como algo ajeno a ella:
una especie de limbo adonde llegan quienes se harán de algún botín. Los bienes
colectivos no son percibidos entonces como posesiones de la ciudadanía sino
como entera propiedad del Estado, refractario siempre a los intereses del común
de los mortales.
Ésto,
sumado a la esperanza depositada en un líder cuya autoridad y carisma resuelvan
todos los problemas, abre las puertas de par en par para que América Latina se
transforme en caldo de cultivo, en tierra fértil donde el pícaro se desarrolle,
transgreda impunemente, hurte, tome los
caminos verdes para lograr sus objetivos, extendiéndose tal mentalidad y tal
conducta a todos los niveles del entramado burocrático y político existente. Si
el Estado es percibido como un ente lejano al ciudadano cuyos fines no
concuerdan con sus esperanzas e intereses (el progreso, el bienestar), no debe
extrañar entonces la realidad que hoy como nunca tenemos enfrente.
El héroe y el pícaro (los dos rostros del
líder redentor) se dan la mano, se encaraman en el altar de lo mágico, de lo
todopoderoso en función de un ejercicio equivalente a la exacerbación de la mediocridad y el populismo en sus peores manifestaciones.
Cuando uno y otro (en verdad el anverso y el reverso de esa moneda que supone
una sociedad menos contagiada de estos males) se funden, se transforman en el
trampolín que brinda el tan ansiado ascenso fácil, lo cual, por otras vías,
luce casi inaccesible.
El cáncer de la corrupción se pasea rozagante por la administración
pública venezolana y ya sabemos lo que
éste provoca en cualquier democracia sin suficientes anticuerpos para
combatirlo a fondo: termina socavándola, disminuyéndola a niveles que serán la
caricatura de lo que deberíamos construir. Hoy, en Venezuela, es urgente que la
decencia prevalezca. Es la única manera de preservar la democracia misma.
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