11/18/2013

La corrupción como forma de vida

    
Tomado de: Expediente contra la corrupción. Revista de Ensayos Políticos. Ediciones de La Causa R, Caracas, año 1, núm. 1, oct. 2013. 
    
    Cometer ilícitos, delinquir, manifestar conductas reñidas con la decencia y con las leyes ha sido, es y será un hecho inherente a la condición humana. Hobbes ya lo decía, palabras más, palabras menos: es tan peligroso el hoyo en el podemos caer que sólo el contrato social nos salva de nuestra naturaleza destructora.
    Así, perseguimos el bien común poniéndonos de acuerdo para vivir en sociedad. Nos protegemos, a fin de cuentas, de nosotros mismos. Corromperse siempre va a resultar una posibilidad al alcance de la mano. No es extraña entonces la corrupción, vista a través del   lente, del abanico a propósito de lo que en ella cabe, y mucho menos la administrativa, entendida aquí como el desvío ilícito de lo público hacia el coto de lo particular.
    Según ONG’s tan serias como Transparencia Internacional, Venezuela posee el triste privilegio de ocupar un sitial de honor entre los países más corruptos del mundo. Si bien el fenómeno existe a lo largo y ancho de este maltratado planeta, ciertas regiones llaman la atención porque el mal, que ha engordado, ha echado raíces y se ha apoderado de la estructura burocrática de los países más golpeados por el flagelo, llega a ser estructural. El aparato jurídico penal luce en ellos carcomido, la seguridad ciudadana y el bienestar social en general distan mucho de ser lo que en teoría deberían, la concentración de poder en manos de un caudillo (un hombre fuerte, un “iluminado”, un presidente sin mayores controles en su gestión) hace de las suyas y el resto de los poderes públicos inclina la cerviz ante el Ejecutivo. Finalmente, la gente, en su inmensa mayoría, no ve con malos ojos el asunto, es decir,  ni condena ni rechaza al pícaro que medra hasta “triunfar” luego de usar la política como medio para enriquecerse. De alguna manera la sociedad se erige en cómplice del problema que nos toca. Nuestro país, triste es decirlo, no escapa a estas verdades.
    Para que lo anterior ocurra deben existir ingredientes fundamentales que sustentan y abonan el florecimiento de la corrupción que cala hasta los huesos en la Venezuela del pasado y del presente: un conjunto de valores, una simbología, una psicología y un lenguaje que erige la plataforma ideológica sobre la que se sustenta el hecho que abordamos. La sociedad venezolana (y esto es observable desde la Colonia) mantiene una relación con el Estado cuyos intereses no convergen en un punto de fuga donde el objetivo es la consecución del bien común. Pareciera que por lo general los ciudadanos no consideran como bien público el patrimonio que deben manejar los distintos gobiernos, de modo que el pillaje en este ámbito puede ser perdonado y, más aún, justificado gracias a que la administración estatal es poco menos que una entelequia, concebida por la mayoría como algo ajeno a ella: una especie de limbo adonde llegan quienes se harán de algún botín. Los bienes colectivos no son percibidos entonces como posesiones de la ciudadanía sino como entera propiedad del Estado, refractario siempre a los intereses del común de los mortales.
    Ésto, sumado a la esperanza depositada en un líder cuya autoridad y carisma resuelvan todos los problemas, abre las puertas de par en par para que América Latina se transforme en caldo de cultivo, en tierra fértil donde el pícaro se desarrolle, transgreda  impunemente, hurte, tome los caminos verdes para lograr sus objetivos, extendiéndose tal mentalidad y tal conducta a todos los niveles del entramado burocrático y político existente. Si el Estado es percibido como un ente lejano al ciudadano cuyos fines no concuerdan con sus esperanzas e intereses (el progreso, el bienestar), no debe extrañar entonces la realidad que hoy como nunca tenemos enfrente.
    El héroe y el pícaro (los dos rostros del líder redentor) se dan la mano, se encaraman en el altar de lo mágico, de lo todopoderoso en función de un ejercicio equivalente  a la exacerbación de la mediocridad y el  populismo en sus peores manifestaciones. Cuando uno y otro (en verdad el anverso y el reverso de esa moneda que supone una sociedad menos contagiada de estos males) se funden, se transforman en el trampolín que brinda el tan ansiado ascenso fácil, lo cual, por otras vías, luce casi inaccesible.
    El cáncer de la corrupción  se pasea rozagante por la administración pública venezolana  y ya sabemos lo que éste provoca en cualquier democracia sin suficientes anticuerpos para combatirlo a fondo: termina socavándola, disminuyéndola a niveles que serán la caricatura de lo que deberíamos construir. Hoy, en Venezuela, es urgente que la decencia prevalezca. Es la única manera de preservar la democracia misma. 

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