La Venezuela del presente es un caso digno
de observar con lupa: en el contexto latinoamericano ha aumentado de modo
exponencial el número de países que optó por rutas de convivencia democrática,
mientras el nuestro retrocedió hasta niveles que dábamos por superados. Craso
error.
El desarrollo, la civilidad, la democracia,
son formas de vida en sociedad que se construyen todos los días, es decir,
acceder a ellas supone un ejercicio manifiesto de educación continua, de
ciudadanía y de vigilancia de las instituciones democráticas que, al menor
descuido, corren el peligro de rodar cuesta abajo por el despeñadero. Venezuela
ha experimentado tal verdad durante el bodrio revolucionario y las aristas más
visibles del desastre son el autoritarismo, el militarismo, el pronunciado declive
del respeto a los Derechos Humanos, los elevados niveles de toxicidad a
propósito de las libertades ciudadanas, la escasez, la inseguridad en las calles,
el pandemónium económico y el intento de instaurar un mega Estado con pretensiones
de control total. El fósil político que desde hace mucho es la Cuba de los
Castro tiene quien lo llore y quien lo emule.
La camada gobernante en Venezuela, especie
que brilla con luz propia entre la izquierda más retrógrada, lleva pegada de la
frente la etiqueta que guía sus desafueros: 1.- esa curiosa idea de que la historia hace a los hombres y
no todo lo contrario (Marx entre ceja y ceja), 2.- la creencia religiosa en un
Padrecito Stalin que venga a chasquear los dedos para acabar con los problemas
y 3.- el convencimiento absoluto de que la razón, la verdad y la justicia se
ubican por siempre de su lado. Semejante acto de fe, desde luego, constituye un
prontuario tan peligroso como en gran parte superado (ahí está la izquierda de
un Lula Dasilva, de una Bachelet o de un Mujica, sólo para quedarnos en
Latinoamérica, con trinos rimbombantes de retórica ideológica para los
radicales pero cargadas de sensatez y de visión moderna en el plano de los
hechos). Resulta, qué duda cabe a estas alturas, el santo y seña clave para dar
con la enfermedad del Tercermundismo, tan agudamente diagnosticada por Carlos
Rangel en su momento.
Quienes gobiernan este país, en
consecuencia (hay que repetirlo mil veces para no olvidarlo), tienen la plena
certeza de que el universo y sus alrededores obedecen a las leyes del materialismo
histórico que tarde o temprano va a parir el Paraíso entre nosotros, de modo
que ciertos daños colaterales (¿que no haya Harina Pan?, ¿que el papel tualé coja
sus patas y se largue?, ¿que el país refleje números ardiendo por donde le
metas el ojo?) son apenas cuestiones secundarias, pequeñeces, sacrificios que
ante el pronto advenimiento de la Tierra Prometida bien vale la pena soportar.
Lo demás es imperio, es la CIA, es gringo go
home y es la ultraderecha internacional.
La religión de los que pretenden gobernar aquí
por los siglos de los siglos es monoteísta. Feligresía obediente y un Dios
apoltronado en los altares, o sea, pueblo y comandante eterno, supremo, intergaláctico
o como se llame, quien, aterrizado en Palacio
gracias a la burguesa democracia, la
socava desde sus entrañas hasta trocarla en parapeto, despanzurrándola a
placer. Los valores universales caben y se subordinan entonces a la única
verdad reinante: la del líder carismático. Existe, luego, sólo un sistema
ético, cognoscitivo, universalmente válido, nada menos que el de los camaradas
al mando. “Dentro de la revolución, todo. Fuera de la revolución, nada”. ¿Les
suena?
Lo anterior se corresponde con lo que
Isaiah Berlin denominó monismo y al que impugnó con la valentía, rigor y
honestidad intelectual que desplegó a lo largo y ancho de su fecunda labor
académica. A tal concepción de los hechos sociales y de la vida misma
contrapuso su idea de pluralismo, a saber y en resumidas cuentas, que no existe
una única verdad y una única respuesta a las interrogantes y problemas que se
nos plantean y que la multiplicidad de verdades, contradictorias entre ellas
las más de las veces, pueden coexistir y hallar consenso, negando entonces
categorías absolutas, tan caras a mentalidades y regímenes totalitarios. El pluralismo
al que se refirió el pensador de Oxford, como se ve, es hilo fundamental del
tejido democrático, base inexistente en la ideología y el dogma presente en
quienes juran por estos lados tener a Dios tomado por las barbas.
La Venezuela del presente vive uno de sus
más duros momentos. A raíz de sendas marchas protagonizadas esta semana por los
trabajadores de la prensa y por los estudiantes universitarios en todo el país,
la represión y el bloqueo comunicacional recrudeció. El black out informativo no ha
tenido parangón. A través de las redes sociales numerosos estudiantes denuncian
torturas y violaciones a los Derechos Humanos. Varios dirigentes políticos y
líderes sociales, nacionales y extranjeros, piensan en la OEA y en su Carta
Democrática Interamericana. Papel mojado, ya lo sabemos.
El descalabro socioeconómico del
país era una realidad que, más temprano que tarde, llegaría, sin importar las
cifras astronómicas que por razones de factura petrolera abultaron tanto tiempo
las arcas del Estado, permitiendo crear un espejismo de bonanza. Sencillamente el chorro de petrodólares no
alcanza para continuar llenando la piñata: Los tres chiflados, entremezclados
con Alí Babá, obraron el milagro de hacernos más dependientes, más atrasados y
más pobres. Es el rostro de aquel Mar de la Felicidad, sueño de un Chávez genio de la demagogia, campeón universal del
embauque como obra maestra.
2 comentarios:
Sí, tan acertado el análisis de Carlos Rangel que Del buen salvaje... fue profético. Pero si fue profético eso también indica la condición absurdamente estática de la sociedad venezolana, su nula evolución.
No existen sociedades inmutables, Antonlín. Hay lecciones que deben ser aprendidas. Un abrazo.
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