6/03/2014

Dar en el clavo



    Hay una tienda en el centro que ofrece anteojos para todos los gustos: la vida haciendo juego con los cristales de su preferencia. Menuda apuesta la de este lugarejo.
    Uno hace cualquier cosa por alimentar la fe en el porvenir o por subirle decibeles a las ganas de comerse el mundo, lo cual está rebién, sobre todo si consideramos cómo anda el patio en este país de plagas y malezas. Uno se mira al espejo, claro, y espera que el rebote se parezca al perfil de la alegría, procura labrar un horizonte entre tanto ramaje que nubla la mirada, y lo cierto es que cuesta un ojo de la cara meterse semejante embuste. La vida cotidiana es un estertor llamado lunes, o martes, o miércoles, al punto de que cada quien, con su cada cual, saca sus cuentas a ver si va a parar con sus huesos a otra parte. La Venezuela del siglo XXI construyendo su futuro desde el retrovisor.
    En esa tienda del centro hay cristales para zambullirse en aguas de lo más tranquilas, el Caribe con palmeras al alcance de la mano. Lentes rosa para un sound track pink al más puro estilo del sueño que le vaya apeteciendo. Todo barato, todo a cien.
    El otro día me dio por probarme algunos y para qué te cuento. Rosados, verdosos, naranja fosforescentes, paz y amor en una tierra destrozada por reptiles, gorilas, tiburones del pónganme en el sitio, en el mero sitio, camarada, y mi talento acabará con lo demás. Estaba al fondo, sobre una repisa de madera: cristales de un negro mate que produjeron en el acto cierta melancolía, una extraña sensación punzante, muy triste, como jamás antes padecí. Par de anteojos cuchi, vivo retrato de lo que abunda hoy a manos llenas.
    Noté otros azulados, dando la impresión de hielo, de calculada atmósfera hundida hasta los huesos en algún invierno sueco, nórdico, de perfección primermundista tan ajena a disparates de por estos lados. Cogí otros con tono mandarina, cítricos, que me cargaron el alma de un sentimiento edénico, utópico, imposible de explicar aunque me cuele en el pellejo de Cortázar, de Lezama Lima o García Márquez. Lo veía y no lo creía. Lo vivía y me pellizcaba.
    Terminé abalanzado sobre unos lentes de vidrios incoloros. Reposaron sobre mi nariz, enfoqué, miré a través de ellos ansioso, con la idea de hurgar, de averiguar qué ámbito de la existencia cobraría otra forma de la gracia y el sentido. Nada. Nada de nada. El mundo siguió tal como hoy, en función de mis ímpetus y de mis emociones, de mis sonrisas o sudores. Pagué y salí con ellos puestos. Tuve que decidir qué y cómo observar. Tuve que dibujar el universo a mi manera. Fue lo mejor de lo mejor: había dado en el clavo, hallé por fin lo que tanto había buscado.

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