La verdad es que las cosas cobran forma
según el lente con que echemos el vistazo. Estoy de acuerdo: si algo es A o es
B en función de mi capacidad para enfocar, entonces yo soy yo y mis
circunstancias. Ortega no lo pudo ver más claro.
Pero como toda regla dejaría de serlo si no
llevara colgando del pescuezo su excepción, a veces uno, por mucho que entienda
y suponga que en ciertos episodios incluso las excepciones superan
numéricamente a las reglas, termina sorprendido por tanta cuestión rara que nos
magulla la nariz.
Yo, por ejemplo, tengo la costumbre de
hablar solo. Demasiadas veces, cuando me da por fumar y contemplar o cuando
alguna mortificación más honda me rasguña las entrañas, termino en voz alta sopesando
variables y analizando rutas a tomar. Créame que el método es de lo mejor, cartesiano
hasta los huesos. Voy a explicarme de inmediato: antes me bastaba con un paso
menos en el procedimiento, es decir, llevaba a cabo lo que hasta entonces consideraba
muy común y muy normal a la hora de enfrentar dificultades: problema+charla
conmigo mismo= solución X, Y ó Z. Los resultados, claro, también eran de lo más
normales. A veces llegaba la luz y se me iluminaban las entendederas, y en
ocasiones -debo decir que las más de las veces- el producto de la ecuación me ponía enfrente
la fatalidad en carne viva. Nada oculto bajo el sol.
Pero vaya usted a saber por cuáles
designios de la divinidad opté un buen día por autodiscutir, autocharlar,
autorrebatir y autoargumentar en voz alta, y zas, casi de golpe los asuntos
comenzaron a aclararse, los caminos a despejarse, las fabulosas soluciones a
atravesarse, de modo que no me pareció práctico hacer a un lado de buenas a
primeras tamaño descubrimiento. Hoy en día en los cafés, en las panaderías, a
medio andar entre la casa y la oficina, pienso en voz alta cada quebradero de
cabeza en procura de la rápida fortuna, en espera de la solución ideal para
cada inconveniente. Nuevo mecanismo: problema+charla conmigo mismo+
levantamiento de la voz= P, donde P es el mejor de los resultados posibles.
Diga usted si no vuelo ahora de lo aventajado.
Pensar en voz alta, como se ve, es una
maravilla, salvo por el desagradable hecho de que cualquiera pasa, te ve, y
listo, eres ya un loco para siempre desde ese mismo instante. Te
quedas con las tejas flojas para el resto de la puta vida. Fíjate que la gente
es más rara de lo que uno suele imaginar. Yo soy yo y mis circunstancias, eso
lo sé, razón por la que justamente debería importarme un rábano que me crean
loco o majareta o chiflado o perturbado y la madre que los parió. Pero oye, que el
jaleo no es tan así. Entonces me da por suponer que esa verdad ortegueana anda
escondida, como la mayoría de las verdades en este valle de lágrimas, y hay que
sudar la gota gorda y buscarla hasta debajo de las piedras para que termine
haciendo de las suyas.
En cuanto a mí, pues vuelvo y digo, yo soy
yo y mis circunstancias, así que al diablo con cada transeúnte que se erige en
juez y en carcelero. Y ni qué hablar, con todo y eso sigo imaginando rarezas:
hablo solo en la mesa del café y la pareja de al lado me observa como si
anduviera desnudo, pero hablo solo mientras duermo y aquí no ha pasado nada. Hablo
solo y por casualidad me observas y sales corriendo en busca del psiquiatra,
pero hablo solo en la ducha mientras me enjabono y la vida sigue siendo color
rosa. Sostengo, contra el universo entero y contra quienes juran lo contrario,
que hablar solo en voz alta, lo he comprobado hasta el hartazgo, es tan normalito
como hablar solo mientras piensas, no me vengas a estas alturas con que no. Quién
lo hubiera imaginado: la cordura o la locura mediadas por un golpe de voz, vaya
sumidero demencial.
Como yo soy yo y mis circunstancias he
llegado a la soberana conclusión de que hablar solo en silencio sí que es la
perfecta variante de la locura colectiva. Son más los desquiciados
practicándola comparados con quienes usan con soltura mi particular puesta en escena.
Las estadísticas no se equivocan. Ahora mira, ja, a quién se le volaron los
tapones y a quién no. Cosas raras, qué más da. Cosas sumamente raras.
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