Como muchos, yo también admiré en
Israel su capacidad de construcción. Ese Estado que nació en el siglo XX en pocas
décadas fue capaz de levantar un vergel -tal es el lugar común- sobre la aridez más asfixiante.
En muy contadas ocasiones el lugar común ha
sido tan cabal y cierto. Luego de una diáspora cuyo centro neurálgico fue la
esperanza en la Tierra Prometida, el pueblo israelí hizo un país, un nicho, una patria
geográficamente real, levantó una democracia, y con asombro para el mundo fue
quemando etapas, persiguiendo el desarrollo a la velocidad del rayo. Cada día
más sus condiciones de vida mejoraron y no es exagerado afirmar que, con toda
certeza, aleccionaron a quienes dudaban de su asentamiento y despegue.
Florecer en el desierto, crecer en lo económico,
brindar sanidad y educación, todo ello comporta un hacer que ya quisieran otros
para sí. El holocausto significó una vergüenza para la especie que no debe jamás repetirse. Los judíos lo
superaron, emergieron del infierno al que fueron obligados a descender, y
dejaron constancia de lo que es capaz el espíritu humano cuando se decide a
permanecer, crear y trascender.
A veces, sin embargo, las lecciones que
arroja la historia resbalan incluso por la epidermis menos tersa. Quiero decir,
parecieran no penetrar, o hacerlo mal, lo cual es igualmente lamentable. El fin
del conflicto israelí-palestino implica el mutuo reconocimiento, o sea, el
hecho objetivo de que ambas partes
compartan la verdad incuestionable, e inevitable, de que deben coexistir.
Coexistir sin entrematarse, es lo que pretendo enfatizar. Y da la impresión de
que el gobierno de Israel -o sus
gobiernos sucesivos, para ser más claro- no ha asimilado la enseñanza que, por haber
sido el pueblo judío protagonista en carne viva, tuvo que internalizar con mayor
tino: no infligirle a otros el padecimiento que fue parte de su realidad en
razón de la estupidez y la ceguera del poder. Hoy en día Palestina vive su
holocausto, sufre la agresión salvaje de un país que, bajo el pretexto de la
propia defensa, diezma y derrama sufrimientos indecibles a una población civil
que al presente suma una carnicería de niños volados en pedazos, ancianos,
hombres y mujeres víctimas de una matanza que jamás debió ocurrir.
Es cierto que todo país goza del legítimo
derecho a protegerse. Es verdad que Hamas practica el terror pero su
fundamentalismo, hay que decirlo, en poco se diferencia de ese otro que usa las
bombas en función del arrase total. Algunos vecinos de Israel han afirmado su
pretensión de borrarlo del mapa. Es lo que promueve aquél contra Palestina,
vista la brutalidad y desproporción de los ataques en la Franja de Gaza. El
terrorismo de Hamas no va a acabarse con el terrorismo del gobierno judío.
Por fortuna, ha habido y hay gente que piensa
en la realidad beligerante entre Israel y Palestina. Intelectuales judíos y
árabes -Edward Said hace algún tiempo,
Daniel Gavron, Azmi Bishara, Amos Oz, entre otros- se han tomado en serio la necesidad de hacer
propuestas para la paz, de escribir, de debatir, de alzar la voz con valentía a
propósito de lo que viene ocurriendo en el Medio Oriente, y eso, más temprano
que tarde, se hace sentir, aporta espacios de reflexión que tanta falta hacen
en medio de las tensiones y las balas.
Repito lo que de cierto modo dije antes: tanto
Israel como Palestina tendrán que reconocerse mutuamente como Estados
soberanos, como realidades que están ahí y están, además, para quedarse. Tal reconocimiento implica,
desde luego, dar y recibir, obtener pero también ceder. El respeto, la admiración
que mereció el Estado de Israel en su afán de labrar, de construir para la vida
está siendo acribillado, bombardeado por él mismo, con la misma fuerza que
castiga a otro pueblo mucho menos poderoso y con idéntico derecho a existir,
autodeterminarse y vivir en paz. En algún momento, ojalá que sea muy pronto, la
locura en Gaza tendrá que cesar. Quizás en ese entonces la paz se encuentre más
cerca esta vez.
2 comentarios:
Decía hace unas semanas una venezolana que vive en Israel y era entrevistada por la gente de Prodavinci en radio, que en una guerra como esa no hay un bando malo y uno bueno, ambos bandos son malos. El el revés de ganar-ganar, o sea, perder-perder.
Pues el cese de cualquier conflicto pasa por el reconocimiento de la alteridad. En fin. Un abrazo y gracias por mojarte los pies.
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