Uno anda por la vida observando los hechos,
poniéndole el ojo a cuanto se nos cruza enfrente y lo cumbre es que vemos sólo
de a ratos, contemplamos nada más la piel de la cebolla. Apenas sentimos el
impacto en la nariz cuando debajo bulle un cúmulo de causas cuyas menudas
consecuencias te aplastan el órgano nasal. Nos conformamos con el tabique roto.
Así despachamos la cuestión.
Por lo general suelo ver la forma de las
cosas. Quiero decir, me da por suponer que una silla vieja o el abrigo que
cuelga del perchero constituyen un saco de papas arrojado en el camino, y las
papas vaya usted a saber si son papas o melones. Pues sí, es como para fruncir
el ceño, qué se le va a hacer. De algún modo me las he arreglado para hurgar el
mundo que se expone de la epidermis para allá.
En cierta ocasión me dio por contarles de
los carros viejos, así que traigo un pequeño ejemplo a manera de recordatorio. Tengo
la costumbre de ponerles rostro a los bólidos que tropiezo en el camino. Un
Ford Fairlane de los ochenta, pongo por caso. Sonrisa abierta, cara de pocos
amigos. Un Ford Fairlane de los ochenta equivale al personaje que rueda por ahí
sobre los límites de lo que termina uno por catalogar como seguro, es decir,
borderline: hoy como, fumo, encuentro cama y ducha caliente pero mañana quién
quita, cada amanecer lleva pegado de la frente sus particulares quebraderos de
cabeza, trae con él su propio afán, y miren que el asunto no tiene un pelo de
bíblico. Ford Fairlane, Fiat Supermirafiori o Mustang del 84, lo cierto es que
uno a uno pasea su careto por las calles y yo me divierto descubriéndolos,
estudiando sus caras, imaginándoles incluso posibles estados de ánimo, y doy
por sentado que también ellos, no faltaba más, disfrutan del mutuo
reconocimiento. Total, que suelo ver la forma de las cosas, como decía arriba,
con lo cual Mustang y Ford Fairlane son Mustang y Ford Fairlane más un puñado
de recovecos escondidos, semánticos o como se llamen, que si me pongo a contarles, ufffff, si me
pongo a contarles.
Llego a mi café predilecto, otra vez un
Bermúdez, cumanés que se deja encender como los grandes, humo, chupada, humo, chupada,
marrón espumoso de seguidas, el libro en la página noventa y tres, y entonces
un hombre entrado en años abre el periódico dos mesas más allá. Pienso en cómo
luciría décadas atrás, qué imagen de sí mismo arrojaría en su infancia. Recorro
las sienes, la piel fofa de los brazos, el lunar apenas perceptible sobre la
barbilla, pantalones cortos, franela con restos de helado, canicas, trompo, la
madre apurándolo con el refresco. La forma de las cosas es también esa mano
enguantada que al salir deja relieves, huellas, marcas de lo que estuvo y ya
no. Ciertos hechos son lomo de felino arqueándose bajo caricias, elementos
sueltos a sus anchas sacándole la lengua a los relojes, jugando al gato y al
ratón con los transeúntes.
Es como para fruncir el ceño, claro está. Y
aunque la vida o la ciudad fueron pensadas a fuerza de plancha y de almidón, de
uno más uno son dos porque Aristóteles y su lógica o Descartes y su método, la
verdad es que hay una piel por encima de la superficie y hay sacos de papas que
son también melones, figúrese la confusión. Es bueno mirarse en los espejos,
hace falta ponerse a ronronear como los gatos.
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