Hay quienes piensan que escribir es agarrar
el lápiz, domar de algún modo el lenguaje, contar una historia y de seguidas
estampar la firma. Yo vislumbro lo anterior como absolutamente cierto, claro,
si semejante acción supone condición necesaria, pero no suficiente, para hacer
literatura.
No por moverse con fluidez entre los recovecos
de la lengua se tiene al toro cogido por los cuernos. Tampoco vale una historia
y ya, con principio, desarrollo y fin. El hecho literario exige, exige mucho,
de lo que se deriva una verdad casi siempre pasada por alto entre tanta tinta
vertida sobre miles de cuartillas: escribir lleva aparejada una vuelta de
tuerca, un plus adicional que
requiere uso del lenguaje, por supuesto, en combinación mortal con la trama que
se despelleja al filo de toda historia que se respete. Quiero decir, y fíjese por dónde va el asunto, que escribir
lleva en sus entrañas la puesta en práctica de un alto en el camino, de un ojo escrutador
cuyo calado implica puñalada trapera a cierta lógica que por cotidiana practicamos
incluso sin percibirla. Escribir es detenerse, afinar una mirada o cuantas
resulten necesarias hasta encontrar el ritmo único sin el que será
imposible expresar lo que tiene que ser
dicho. Nada más y nada menos.
Un cuento, una novela, un artículo de
prensa, una crónica, un ensayo, un poema, van a ser dignos de esos nombres
cuando lo que llevan entre manos pase al lector a lomo de palabras que
trastocan la realidad porque esa realidad fue abordada desde escondrijos poco
transitados, capaces de obsequiarle a quien se asome un buen coñazo en la
nariz. Si un texto no te tumba al suelo pierde peso literario, se transforma en
puñado de párrafos amontonados, de modo que a falta de mejor lugar lo arrojo al
basurero.
Llevo algún tiempo en eso de rasguñar
papeles. Me ha dado por escribir poemas, cuentos, ensayos, crónicas, artículos,
y vaya usted a saber qué diablos fui pariendo en cada atrevimiento. Leer mucho,
leer como un condenado, leer hasta la etiqueta del pote del champú mientras te
duchas, eso, eso y sentarte a teclear sin contemplaciones, son los maestros. No
hay más: talento, si lo tienes, terquedad, lectura y escritura. Pero yo
encontré además, entre las mil formas que cada quien vislumbra mientras
chapotea en las aguas de adjetivos, frases, preposiciones o tachaduras, que mis
hijos son algo así como escritores a sus soberanas ganas, verdaderos creadores deambulando
por la casa, correteando entre los muebles de la sala, obsequiándome lecciones
cada vez que me dispongo a hacerles caso.
Tienen la facultad de labrar mundos.
Transforman la caja del papel tualé en nave espacial, olisquean flores exóticas
justo cuando la rutina anda metiéndose por puertas, ventanas y rendijas. Invitan
a ser niño otra vez, de modo que he aprendido poco a poco a reordenarlo todo, a
hurgar de otras maneras, con lo que el día a día escupe ahora perlas que
antes eran invisibles. Escribir es
observar a cada rato, enfocar desde peñascos poco aptos para otear el
horizonte. La capacidad de búsqueda, la imaginación a prueba de adultez, el toma y dame con la lógica que
casi con seguridad mañana terminará engulléndolos arroja como consecuencia la
maravilla de que puedan sacarle punta hasta a una piedra. Creo haber aprendido
eso de mis hijos y para siempre les voy a estar agradecido. Lo que pueda hacer
con tal regalo quién sabe si terminará en pieza literaria o en materia para las
pocetas, pero de cualquier modo ya no soy el mismo, cuestión que a fin de
cuentas es el hecho existencial de
envergadura. A diario me brindan lecciones de escritura, lo que desde luego
ignoran. Cuando tengan edad para
entenderlo va a ser muy placentero hacérselos saber, con el añadido de que -¿quién podría decir si sí o si no?-, acaso
lleguen a mostrarme historias, poesía, textos nacidos de sus plumas. Ya llegará el día de descubrirlo.
1 comentario:
Y para los que nunca hemos escrito, tal es el caso de los técnicos, escribir el primer ensayo en filosofía fue una hazaña que llevó varios días. ¡Días para escribir 10 cuartillas! Quien diría que es tan difícil. Solo lo ves cuando intentas hacerlo.
Lo de "reinventarse" a fuerza de lecciones que dan los hijos sí que es extraordinario.
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