Los límites de la cotidianidad son más
porosos que el filtro del café. Usted camina por la calle, mira alrededor,
silba, va feliz como Gene Kelly bailando en Singing
in the rain, y de pronto plaf, saltan los conejos de cualquier sombrero.
El otro día tuve un sueño raro: iba a besar
a una chica, una tan linda como la de sexto A, esa que me ponía a sudar con
sólo verla, que me producía fiebres nocturnas con nada más imaginarla.
Entonces, justo cuando mis labios estaban a punto de rozar los suyos, la bruja de
tantas pesadillas cobraba carnadura. Nariz de pajarraco, verruga en su lugar,
greñas en vez de largas y doradas trenzas, voz de ultratumba, en fin, como para
salir espantado, como para procurarse el insomnio más atroz.
A lo mejor -pensé-, el asunto se explicaba
por la sobreexposición a ciertas influencias góticas, es decir, por leer hasta
al abuso los libros de William Beckford
o Mervyn Peake. Total, que cuando menos lo pensamos se nos clava el aguijón de
lo inesperado, de eso que pulula bajo el césped y hace de las suyas mientras le
buscamos justificaciones cartesianas, lógicas almidonadas y planchadas.
Una vez me dio por pensar en números al
azar y juro por Dios que acerté todas las veces. Me explico: deambulaba por la
avenida Las Américas, zumbaba un carro a mi lado, pensaba en el cuatro y ahí
estaba, la placa terminaba en semejante dígito. O imaginaba una cierta cantidad
dos segundos antes de preguntarle al cliente su número telefónico y pues nada,
la cifra que tenía en mente coincidía al pelo con la que me dictaba el hombre.
Y hay más: me dolía un poco la cabeza por lo que durante unos segundos cerré
los ojos mientras caminaba. Entonces vislumbré una larga columna de números, la
vi danzando frente a mí, con la posterior sorpresa de un descubrimiento que me
heló hasta las uñas: ésta se repetía idéntica en el código de barras del libro
que leía esa tarde. Es que se cuenta y no se cree.
Falló, sólo falló el método, el fenómeno o
como se llame, cuando me propuse obtener el premio gordo de la lotería. Pensé
en las cifras ganadoras de ese día, las dibujé en la mente, las tenía ahí, al alcance, compré luego tantos
talones como pude, pero los resultados fueron desastrosos. Me equivoqué de cabo a rabo. La verdad es que no sólo
perdí hasta el último centavo de lo invertido sino que, todo hay que decirlo,
jamás he dado en el blanco cuando de apuestas se trata, cuando el envite y el azar
suben al escenario. Qué se le va a hacer.
Ni modo, la realidad tiene sus cosas de lo
más extrañas. Se estira como chicle y ya no es lo que parece. En ella cabe todo,
por supuesto, en ella el Aleph borgeano es un simple invento de muchachos. Ni
Poe, ni Verne en su mejor veta fantástica, ni Garmendia ni Lovecraft se
referían a cuestiones de otro mundo, qué va, apenas nos comunicaban anécdotas
extraordinarias, que es distinto. Decía Cortázar que él era un realista por
todos los costados gracias a que se negaba a dejar fuera de la realidad hasta el último resquicio de
sueño. Tuvo razón, claro, aunque el día a día juegue al gato y al ratón con los
transeúntes, es decir con usted o conmigo sin el menor indicio de algo
diferente. Y tuvo razón Carlos Sandoval al lanzar un dardo contundente, o sea, al expresar que “los fenómenos de la
naturaleza no pueden explicarse satisfactoriamente si el análisis elude la
parte que ocupa el misterio en todas las cosas”. Vaya misterio el que me agarra por el cuello.
Sabrán los dioses de qué modo algunos
engranajes de lo cotidiano hacen su trabajo, pero lo cierto es que
disparan a quemarropa. Por darles otro
ejemplo, el señor Alfredo es imaginado gesticulando y preguntando cosas por
doña Fernanda y al final resulta que ésta casi muere de un soponcio debido al
cumplimiento exacto de tantos gestos y preguntas en el plano de los días mondos
y lirondos, pues sin ápice de error el imaginado Alfredo se topa de frente con
la incrédula señora en el pasillo del supermercado, justo entre los tomates y
las papas.
Tengo la impresión de que dos más dos son
indudablemente cuatro, pero hasta cierto punto, lo cual hace pensar en gomosos estiramientos
de lo real que terminan por sacarle la lengua a nuestras más preciadas
convicciones. Un bolibomba justo en medio de los días. Ni modo, chapoteamos en
la orilla, apenas nos mojamos los pies, y que el buen Descartes arree con lo
demás, porque ya sabemos que primero hay que pensar (al más puro estilo don
René) y de seguidas existir.
¿Que qué significa esto? ¿Que qué diablos ocurre? ¿Que si me he vuelto loco? A
mí, lo que se dice a mí, déjeme decirle que me faltan todas las respuestas. Ah,
y por lo que más quiera, ya no pregunte usted más.
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