Hay objetos, como ciertos individuos, que
llevan una vida doble. Existen cosas en la calle, en la casa, en el abasto de
la esquina, capaces de aplastarnos la nariz o darnos un puntapié en plena
espinilla cuando menos lo esperamos, cobrando segunda o tercera identidad sin
explicación de ningún tipo. Vaya uno a saber cómo ocurrieron los hechos.
Una mesa, pongo por caso, o unos zapatos
viejos. A lo mejor el bolígrafo aquél, la taza en la que bebes tu café por las
mañanas, quizás un libro carcomido por los años. Lo cierto es que también la
esquizofrenia se instala en un sillón, quién quita en una maleta, y hace de las
suyas sin miramientos acomodaticios, por lo que el cinturón que llevas puesto, regalo
de tu esposa, de buenas a primeras se convierte en un abrazo, literalmente su
abrazo que dura horas, ella colgada a tu cintura mientras tú tan campante
preparas el informe en la oficina.
Si supieras las cosas que puede ocultar un
objeto. Dicho y hecho. El tabaco que enciendo en la mesa del café al que llego para
escribir esto que lees es, créeme que
es, la extensión del último Bermúdez que fumó mi padre. El humo en volutas
forma parte de su exhalación, al punto de que regresa una imagen que no sé si
ocurrió o la he construido: siendo un niño de ocho años, vislumbro por primera
vez la maravilla de aprender a estarme quieto, empiezo a percibir la magia que
supone simplemente contemplar, y ahí está un cenicero y los restos de un cumanés recién abandonado, su
hilo moribundo de humo azul, y ahí estoy, sentado ante la mesa de la sala,
absorto frente al cadáver oloroso que el viejo abandonó hace apenas dos
minutos.
La memoria juega al gato y al ratón, lo
cual marca el semblante lúdico de cuanto propone. Recordar es necesario, ¿quién
se atreve a decir no?, con el añadido no tan bueno de que toda remembranza
tiene su carácter, y muchas veces mal carácter, y además platica en voz muy
baja, juega al ajedrez a su manera, a la gallinita ciega, a los escondrijos.
Tira la piedra y oculta rapidísimo la mano.
Una taza de café no siempre es una taza de
café. La mía, en función de un guayoyo o un con leche, adopta formas que a
veces son risibles y en ocasiones inquietantes. Es que si tú supieras las cosas
que puede ocultar un solo objeto, compartirías conmigo tanta realidad babosa en
la que allá, en el fondo, sabes que nos movemos. Una taza de café es taza y es
amanecer a punto de salir con los niños al colegio, es taza y es olor a grama
húmeda pues la abuela te ha ofrecido, hace ya todos los años de este mundo, un
bebedizo para calentarte mientras el cielo revienta y cae en forma de aguacero.
Mira tú, quién iba a decirlo. Cada objeto viene siendo un baúl sin fondo, así
que basta abrir los ojos para asistir al desfile de añoranzas que lleva en sus
entrañas. Un desdoblamiento sin contemplaciones, rudo y duro. Una mudanza de
pieles a modo de serpiente, que por ofídicas razones termina siempre envuelta
en tu pescuezo.
La memoria suele esconderse justo en medio
de eso que ha permanecido entre el corazón y la pupila, todo lo cual supone el
arcoiris que te atraviesa de cabeza a pies. Recuerdas con los ojos, con los
poros, con la pituitaria, con la lengua y con el minutero, no faltaba más. Ya el
doctor Freud se olisqueaba semejante laberinto, fruncía el ceño boquiabierto ante
esa maraña, y entonces ahí también quedan los sueños, primitos hermanos de la
más pura evocación.
Qué cosas, cómo son las cosas. Para
recordar por supuesto que tuviste que olvidar. Por eso Funes, el memorioso, no
tuvo idea de cuánto se perdía. Jorge Luis Borges cometió el acto más ruin
contra ese pobre ser: cercenó, amputó, mutiló con precisión de reloj suizo,
como si fuera Jack, el destripador de las pampas, a un hombre desde el fondo
mismo de su humanidad, es decir, lo expulsó del Paraíso, del entrecruzamiento
de reminiscencias en el que felices chapoteamos gracias a la memoria,
condenándolo a vagar por los desiertos de la razón sin más. El infierno en la
Tierra, no cabe la más mínima duda.
No hay que olvidar que recordar es vivir,
claro. Es revivir, me atrevo a agregar yo. Y en el vaivén de los días
elaboramos esa fe de vida sobre la base de reminiscencias, de la relación que
establecemos con el primo Leo, con la lámpara del cuarto o con el teclado del
computador. No sabes de las cosas que puede ocultar un solo objeto, de lo mucho
o poco que al fin y al cabo se agazapa debajo de la alfombra, entre períodos de
tiempo dilatados.
La esquizofrenia de los objetos ata ciertos
hilos, tiende una red sobre la que terminas arrojándote mientras acabas el
balance contable, mientras das el toque maestro al presupuesto, mientras te
enjabonas en la ducha.
Si tú supieras, mira, si tú supieras las
cosas que puede ocultar un solo objeto.
2 comentarios:
"Si tú supieras..." Demasiadas cosas en un objeto.
Gracias por acercarte Clavel. Un abrazo desde estas líneas. Saludos.
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