Cuando era niño me daba por vincular
ciertos objetos con personas. El Maverick del setenta y ocho tenía un parecido
con mi tío Francisco que me dejaba helado. Una caja de chiclets Adams llevaba
en sus entrañas el vivo retrato de algún primo, y así. Pues resulta que en
plena adolescencia la literatura cobraba fisonomía particular, cargaba adentro
parte de la humanidad que iba descubriendo en esa edad donde los días son
volcanes en efervescencia permanente.
Desde esa fecha vislumbré cierta extraña
identidad en nosotros, tripartita para más señas, cuyo punto de fuga guardaba
un fondo que me fascinaba. Los hombres eran como chorros de palabras, les
colgaban del pellejo, de la voz, de la silueta, océanos de historias fraguadas
a punta de literatura, nada menos. Eran como géneros literarios, de modo que
develarlos poco a poco y desentrañarles huellas dactilares en el alma terminó
siendo ocupación que absorbió buena parte de mis horas juveniles. La literatura
como antropofagia, un caníbal que a la vuelta de la esquina te engulle sin dar
explicaciones.
Así como sucede en el hecho literario, un
ser humano podía ser cuento, ensayo o novela, siempre en función del uso del
lenguaje, de la disposición de comas y de puntos, de la construcción del tejido
narrativo que terminaba por tragarlo de un bocado. Mi madre era sin dudas
novelesca: amplia, anchurosa, con centenares de páginas a cuestas. En ella
cabían todos los géneros, tal como demuestra el buen Balzac o el señor Dickens.
En ella la vida equivalía a la Gran Sabana multiplicada por mil, al punto de
que la comedia humana chapoteaba en el centro de mi casa, hecha carne y hecha
huesos haciendo de las suyas por todos los rincones. Hay gente novela, sin la menor duda, condenada a ese papel y punto y fin, y eso no es bueno ni es malo, sólo es.
Y hay quienes son cuento por donde los
mires. Mi amigo Pedro Suárez, por ejemplo. Pedro es poeta, lo sé desde que la
amistad terminó atravesándonos, pero lo que él nunca imaginó fue que resultaba
un individuo cuento hasta la pared de enfrente. Tensionales y discretos,
económicos en léxico y sintaxis, tales bichos sentencian el punto y final en
tres párrafos máximo porque saben bien que el universo cabe en un puño, en un
pañuelo, en la botella que comparten con quien sepa qué decir y cómo en el
momento oportuno, ni más ni menos. Si un ser novela lleva el mundo adentro y lo
expresa a cada instante en cuatroscientas veintinueve páginas, uno cuento
escupe trazos de la galaxia empaquetados como si fuesen aspirinas. Y ahí te
quedas.
Pero la más rara y por eso la más
extravagante es la gente ensayo. Aquí sí que los datos son un abuso de la
estadística por aquello de las muestras insignificantes. Es que la cuentas con
los dedos de una mano y sobran, mira cómo son las cosas. Sapientes, densos, con
actos y gestos cargados de citas bibliográficas, cubiertos de fichas o
anotaciones, enterrados en notas al pie y demás aparataje por el estilo,
recuerdo a un amigo ensayo que es la viva información con sístoles y diástoles,
sabiduría monda y lironda, qué se le va a hacer.
Lo cierto es que me quedo con la novela y
el cuento, cosa rara, porque en el plano de la hoja impresa un buen ensayo me
atrapa y no me suelta. En fin, el mundo como biblioteca, como literatura que
respira y puedes contemplarla en el café de la esquina y en el bar que está a dos cuadras. El universo entre anaqueles y Julio Verne yendo y viniendo como le
da la gana, sentado contigo mientras da el último sorbo a su cerveza. Y Borges,
y Garmendia, y Kapucinski entre tequilas y rones con bastante hielo. Quién lo
hubiera sospechado.
2 comentarios:
Me ha gustado especialmente tu forma de narrar. Escribes muy bien
Muchas gracias por leer...y por comentar. Saludos cordiales.
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