9/02/2016

Daniel y yo

    Antes del amanecer corre a nuestra cama. Como un vendaval entra a la habitación y de un salto termina bajo las cobijas, abrazado a mí, acurrucado en la cueva. La cueva es el espacio construido por ambos, delimitado por los confines de las sábanas  que nos echamos encima.
    Daniel y yo hemos elaborado un código secreto, un lenguaje único del que nos servimos con descaro a diario. Explotamos la invención de mundos sólo habitados por los dos. Somos conscientes de la felicidad que chorrea por nuestros labios.
    Usé arriba la palabra felicidad. Confieso aquí que semejante término lo menciono con pies de plomo.  Cuando hablo de felicidad supongo el fuego o el océano, palabras que desde adolescente propiciaron en mí una sensación de aplastamiento, de vértigo, de respeto y asombro muy difícil de reproducir mientras escribo. La felicidad es lo más próximo a cuanto puede ser inefable.
    Y sin embargo los mundos creados por Daniel y por mí son tan reales como las rosquillas que sirvieron para el desayuno, lo cual decanta en un punto de fuga que nos hace felices con mayúsculas.
    Ciertas cosas sencillas que Daniel me invita a hacer y para las que asume toda dirección y estímulo terminaron por quebrarle el espinazo al cotidiano estado de falta de fe en que por lo general se mueven los adultos. La falta de fe, claro, es típica de quienes suponen un medio ambiente cuadriculado, refractario a ciertos cambios, llenos de una inercia que los lleva a atracar en los mismos puertos, navegar las mismas aguas, culminar en derroteros idénticos a los anteriores.
    Vemos una película juntos, leemos algo a dos voces, comemos un helado, compramos chocolate, discutimos, nos abrazamos, charlamos de la vida y eso, repito, nos hace felices. Atrozmente felices.  Antes pensaba que ser feliz   -o sentirse más feliz de lo normal-  era cosa de insensibles o de estúpidos. Hoy he variado tamaña opinión, y es más, reconozco que era un soberano disparate. Sentirse feliz, o cuando menos tomarse la molestia de aproximarse a ello, es propio de gente inteligente.
    Daniel, haciendo uso y disfrute del lenguaje inventado a fuerza de complicidades y mutuas alcahueterías, es capaz de abrir la caja de Pandora, es decir, quitarle la tapa a la olla del caldo donde se cuecen las habas de la alegría, la ternura, la pelea a almohadazos y la comprensión en su estado químicamente puro. Ese es el punto: él y yo nos comprendemos, cosa que dicho sea de paso nada tiene que ver con lo intelectual. Ahí se enclava el universo que hemos hecho propio.
    Daniel es inteligente, le gustan las buenas historias, sueña algunas que me dejan sin habla y cada día exige la cuota de imaginación justa para mantener en pie nuestro común acuerdo. Ambos sabemos que el otro está ahí, en silencio, a la espera, todas las veces. Y con eso basta para sonreír desde estas líneas.

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