10/16/2016

Cuestión de feeling

    Ahora, mientras viajo, compruebo una vez más que los libros son como las personas, es decir, bichos cargados de manías, gestos, costumbres y demás aditamentos de su particular idiosincrasia.
    Ayer, mientras caminaba por una callejuela sembrada de flores y cafés, noté un puesto de libros usados. Me acerqué a olisquear, por supuesto, y contemplé con asombro cómo la Rayuela de Cortázar estaba ahí, en idéntica edición a la que reposa sobre el segundo estante justo frente a mi silla de trabajo, en Venezuela, pero sin el menor vínculo con ella. Para empezar, la Rayuela que he trajinado en casa suele guiñarme un ojo cada vez que paso cerca de ella por mi biblioteca, cosa que dejó impasible a este otro tomazo, imperturbable mientras anduve entre anaqueles y charlaba  con el dependiente.
    Si Freud hubiese ocupado mejor sus días psicoanalizando textos en vez de gente, la verdad es que ahora otro sería el cuento. Entenderíamos mejor la esquizofrenia que puebla el conglomerado lingüístico hecho literatura. Pero qué va, hoy en día bien pueden existir manicomios donde encerrar volúmenes completos, centros de rehabilitación hemerográficos, divanes especiales para ediciones acomplejadas y en fin, añade tú cuanta categoría te plazca al paradigma de esas mentes laberínticas que son los libros de cualquier pelaje.
    Tengo un ejemplar del Robinson Crusoe que se las trae. Cada vez que lo abro con intención de releerlo no paso de la página veintinueve, en esencia porque tiene un tic que no he encontrado en ningún otro habitante de mi estantería. Fue un regalo de mi madre, el primero que atesoré en la infancia, de modo que ya en el folio veintitrés, y con alarmante acento en el veintiséis, despierta en mí al Edipo que superé décadas atrás. Quién sabrá por qué razón llega siempre con esa jugada. Lo he encontrado en distintas geografías y latitudes, lo he visto en olorosas ediciones nuevas y en ancestrales librerías de viejo,  al punto de que me he puesto ahí a leerlo, de pie, a escondidas de los dueños, con el corazón transformado en nudo sinónimo de asfixia, y nada, entonces todo fluye, las páginas consisten en llanuras apacibles que pueden cabalgarse con la vista, lo cual comprueba que mi Robinson no guarda relación con estos fantasmas de sí mismo. Es que los libros también son un piélago de contradicciones.
    Por si fuera poco, la otra vez quise desmigajarme en brazos de “La noche boca arriba”, del buen Julio. El cuento, que ocupa su lugar justo al lado de una pila dedicada a Vargas Llosa, puedo alcanzarlo de un sencillo manotazo mientras leo apoltronado en el estudio de mi casa. Pero qué cosas, en estos días un francés entrado años, de pañuelo alrededor del cuello, de bastón con mango hecho de plata y de pipa entre los labios,  uno de esos dandis hoy casi extinguidos, tuvo la amabilidad de prestarme su ejemplar luego de escuchar  cuánto me apetecía releer por estos días esa pequeña obra maestra. Ve tú a saber por qué misterios de la vida el Cortázar que entre líneas suele darme palmaditas en el hombro cuando lo hallo en mi rústica edición de los sesenta y convidarme de seguidas a un gin-tonic, termina por sacarme la lengua y hacerme trompetillas en la aséptica versión de este tomito en tapa dura. Imposible apelar a la razón para explicarlo, pero la verdad sea dicha: cerré el fajo de cuartillas, despaché con prisa un vaso de agua y corrí casi aterrado a devolverlo.
    La locura de un libro hace juego con los desequilibrios del lector, eso lo sé, y sin embargo existe en todo ello un ámbito inquietante, una mancha oculta que sube a la superficie cuando menos te lo esperas.
    Quiero por fin llegar a casa, culminar el viaje, respirar tranquilo entre silencios cómplices hechos de letras, páginas blanquísimas o amarillentas  e historias sazonadas con el no sé qué que otorgan, digo yo, las polillas de mi biblioteca. Cuestión de feeling, eso es.

No hay comentarios.: