12/23/2016

La fuerza de creer

    Daniel, mi pequeño, quiere un hámster para Navidad. Una mascota es el regalo que ahora Santa, o el Niño Jesús o como se diga, tiene la responsabilidad de colocar al pie del árbol. Mañana, tarde y noche, Gordito, que es como se llamará el roedor, cubre las fantasías y diálogos de Dani, porque semejante personaje, según me informa emocionado,  va a ser otro miembro de la familia, una especie de compañero juguetón, un individuo para el toma y dame cotidiano, en las buenas o en las malas, pero sobre todo, papá, amigo para siempre.
    Daniel cree en la amistad sin ataduras, es decir, sin género de dudas. Un compinche entrañable es este ratón con el que ha aterrado a su madre, cuyo nombre la espanta sólo al escucharlo, y también la ardilla de peluche con quien charla de lo lindo por las noches. O el vecinito de enfrente. O también Santa. Un amigo como Santa no va a dejarlo sin Gordito, asegura, por lo que la otra tarde me invitó a una tienda a buscar la mejor jaula, la adecuada, con juguetes adentro y espacio suficiente para que el peludo deambule en libertad. ¿Libertad? Pues sí, papá, libertad, tomando en cuenta que paseará a diario por mi cuarto como si fuese una extensión de su casa, Gordito vivirá en plena libertad.
    Amistad, libertad, son palabras que Dani valora desde su particular mundo infantil, y cuando hablo de infancia ni por asomo lo hago en función del cuadriculado mundillo de nosotros los adultos. Para Daniel uno y otro término son nada menos que organismos vivos, omnívoros por donde los mires, pues llevan una dieta en la que todo cabe. Todo, aquí, significa que amistad y libertad escapan al cedazo de la razón calculadora, de las realizaciones a conveniencia o del universo de intereses que ya en la madurez hemos aportado a esos vocablos. Si alguien me ha dado lecciones a propósito de ser amigo o de ser libre, ése es el chiquillo que espera a un dientón el veinticinco.
    El otro día, al preguntarme con la seriedad del caso si creía o no en el señor de los renos, respondí tramposamente con otra pregunta: ¿y por qué no he de creer, hijo? Porque otros niños me dijeron que no existe, que es un engaño gigantesco. La verdad es que entonces no sólo reafirmé la veracidad del gordinflón, sino que añadí una certeza como pocas: aunque tengas nueve años como ahora, o cincuenta o cien, ahí va a estar tu amigo Santa, o el Niño Jesús o como quieras llamarlo, escondido en la pasión de tus deseos y en la esperanza de lo que esperas y das por descontado.
    Sonrió, me miró con ojos cómplices y asintió con toda la alegría del mundo metida en ese gesto. Lo abracé, me despedí, cogí el bolso para largarme al trabajo. Sé que después de Navidad Daniel recibirá a esa bola de pelos con los brazos abiertos. Estoy seguro de que Santa lo guarda justo para él.

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