La
otra vez soñé que desaparecían los adultos y cuando por fin desperté créeme que
casi rompo a llorar. El mundo había cobrado el aroma de la infancia, era otra
vez un lugar que chorreaba aquella sensibilidad ahogada por la madurez, es
decir, lo cubría una pátina pueril, adolescente, de eterna juventud o qué sé yo
como llamarla, cuya presencia me lanzaba otra vez al lego, a la fantasía y a
los pantalones cortos.
Desaparecen los adultos como por arte de
magia. En ese sueño fascinante resultaba imposible preguntar por qué, indagar
la suerte de tanta gente entrada en años. Desaparecían y ya, y punto, y se
acabó. Como en un videojuego olvidado
-recuerda el Pacman de los primeros tiempos-, terminaban engullidos,
chas chas, por vaya uno a saber qué monstruo virtual haciendo de las suyas.
Niños, hay nada más que niños. El mundo
tiene rostro lúdico, cuerpo de bebé envuelto en pañales. Este planeta huele a
chupeta, a chicle bomba, lleva en las entrañas esa inocencia típica del joven
para quien únicamente existe el hoy en día. Un carrusel, un triciclo, una
patineta, adornan el paisaje que es también el enigma del vacío de arrugas, de
la inexperiencia por donde la mires. Soñé que desaparecían todos los adultos,
chao pescao, y juro por Dios que me sentí de lo mejor, relajado entre las
comiquitas de las cuatro y las historias de la abuela después de ir a cenar.
Un universo sin adultos, quién lo iba a
decir. No me preguntes cómo ni de qué manera, pero de semejante realidad se
desprendía cierto sabor gelatinoso, imperecedero, tan dulce como puede ser un
buen recuerdo en el trajinado paladar de la memoria. Ese mundo despojado de
adultos que soñé el otro día, te lo digo con tristeza y sin que me tiemble un
músculo del careto, merecía algo distinto que desfallecer metido en su burbuja,
pinchado por el día mondo y lirondo que te baña el rostro con un vaso de agua
helada cada amanecer.
Pero la verdad sea dicha: lo disfruté
mientras duró. Una noche, algunos minutos, quizás la misma eternidad. Repito,
no preguntes, no indagues, porque carezco de respuestas. Lo único tangible ha
sido la bendita ausencia, el no estar de la adultez, ese polo opuesto al
imaginario infantil despanzurrado gracias a la pacmanía y su furia desatada. Un
hombre maduro, y otro, y otro, caminando con los ojos vendados por la tabla del
barco pirata que estuvo siempre ahí, en el parque temático de mis diez o doce
años. Hombre al agua y lo demás seguirá igual, como si nada.
Existen de veras las hadas, Santa Claus ríe
a mandíbula batiente desde el Polo Norte, las brujas vuelan encaramadas sobre sus
escobas. Desaparecen los adultos y, cosa curiosa, en el sueño permanezco
inmune, tan campante, como si una coraza de niñez, parecida al escudo de Batfin
o al entramado de superpoderes que siempre envidié a Ultrasiete, me envolviera
de cabeza a pies.
Desaparecían los adultos, sí, y el mundo
era un libro de cuentos, de fábulas sin fin.
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