1/23/2017

El café de la felicidad

    De entre las cosas que suelo hacer con mis dos niños, leer juntos es quizás la que nos gusta más. Desde hace años labramos una secreta complicidad, savia y médula de algo que jamás abandonamos: meternos una tarde completa en los bolsillos y largarnos a nuestro café preferido sólo a aventurar entre la tinta y el papel.
    No ha sido difícil lograr que saboreen con gusto la palabra escrita, como no ha sido de mayor complicación llevarlos a comer helados. Claro, un libro es tan placentero como el sundae de chocolate si tienes el cuidado de presentarlo así, de vivirlo como tal.
    Aunque sus gustos son diferentes, Camila y Daniel piden el menú que mejor sienta al paladar que poco a poco afinan. Ella delira por historias juveniles donde chorrea cierto universo que se parece a sus sueños, esperanzas o elucubraciones, y él engulle comics que ponen patas arriba el mundo cuadriculado que soporta a diario en la escuela, en la casa o en los diálogos con los mayores. Y yo, lo que soy yo y alabado sean todos los dioses, me hago feliz, babeo alegría metido en mis papeles, ahí en la esquina de la mesa del Sweet and Coffee al que me traen para que mil aventuras revoloteen entre nosotros como ranas saltarinas de mano en mano, de silla en silla y de emoción en emoción.
    Si leer fuese una maldición divina los libros equivaldrían a la quinta paila del infierno. No es así. Sabemos que no lo es, pero sin embargo medio mundo se pregunta cómo hacer para que los niños y jóvenes se acerquen con curiosidad de gato hambriento a poemas, cuentos o novelas. Y quizás por ahí ande la clave, entre brincos a lomo de enigmas que despiertan apetito de saber. Un niño es muchas cosas  a la vez, pero sobre todo manojo de inquietudes con la interrogante siempre colgada del pescuezo. No conozco cajas de pandora tan sorprendentes como los buenos textos, como las buenas historias. Ésas pueden ser el gancho.
    La otra vez sonó mi celular y era Camila. Llamaba para hacerme el reclamo más serio que a sus once años había llegado a pronunciar. La hora de irnos al café se pasaba, yo no aparecía aún y ella, según sentenció, no aceptaría excusas. Hice a un lado lo que me ocupó, despaché con rapidez al latoso que pedía algún dato para el informe del jueves y, desanudando la atadura con esa burocracia que termina engulléndote aunque no te lo parezca, acudí a la cita más importante de este mundo.
    De lo demás ni te cuento. Las andanzas desde nuestra mesa transformada en océano para navegar como Simbad, el rostro iluminado de esa niña que tiene la gracia de Alicia en el País de las Maravillas, su sonrisa desbocada porque un trozo de tiempo compartido nos espera con los brazos abiertos, valen toda la riqueza que pueda imaginarse. Un libro, un café de la calle, mis pequeños conmigo y el universo entero rendido a nuestros pies. Nada más que pedir.

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