De entre las cosas que suelo hacer con mis
dos niños, leer juntos es quizás la que nos gusta más. Desde hace años labramos
una secreta complicidad, savia y médula de algo que jamás abandonamos: meternos
una tarde completa en los bolsillos y largarnos a nuestro café preferido sólo a
aventurar entre la tinta y el papel.
No ha sido difícil lograr que saboreen con
gusto la palabra escrita, como no ha sido de mayor complicación llevarlos a
comer helados. Claro, un libro es tan placentero como el sundae de chocolate si
tienes el cuidado de presentarlo así, de vivirlo como tal.
Aunque sus gustos son diferentes, Camila y
Daniel piden el menú que mejor sienta al paladar que poco a poco afinan. Ella
delira por historias juveniles donde chorrea cierto universo que se parece a
sus sueños, esperanzas o elucubraciones, y él engulle comics que ponen patas
arriba el mundo cuadriculado que soporta a diario en la escuela, en la casa o
en los diálogos con los mayores. Y yo, lo que soy yo y alabado sean todos los
dioses, me hago feliz, babeo alegría metido en mis papeles, ahí en la esquina
de la mesa del Sweet and Coffee al que me traen para que mil aventuras
revoloteen entre nosotros como ranas saltarinas de mano en mano, de silla en
silla y de emoción en emoción.
Si leer fuese una maldición divina los
libros equivaldrían a la quinta paila del infierno. No es así. Sabemos que no
lo es, pero sin embargo medio mundo se pregunta cómo hacer para que los niños y
jóvenes se acerquen con curiosidad de gato hambriento a poemas, cuentos o
novelas. Y quizás por ahí ande la clave, entre brincos a lomo de enigmas que
despiertan apetito de saber. Un niño es muchas cosas a la vez, pero sobre todo manojo de
inquietudes con la interrogante siempre colgada del pescuezo. No conozco cajas
de pandora tan sorprendentes como los buenos textos, como las buenas historias.
Ésas pueden ser el gancho.
La otra vez sonó mi celular y era Camila.
Llamaba para hacerme el reclamo más serio que a sus once años había llegado a
pronunciar. La hora de irnos al café se pasaba, yo no aparecía aún y ella,
según sentenció, no aceptaría excusas. Hice a un lado lo que me ocupó, despaché
con rapidez al latoso que pedía algún dato para el informe del jueves y, desanudando
la atadura con esa burocracia que termina engulléndote aunque no te lo parezca,
acudí a la cita más importante de este mundo.
De lo demás ni te cuento. Las andanzas
desde nuestra mesa transformada en océano para navegar como Simbad, el rostro
iluminado de esa niña que tiene la gracia de Alicia en el País de las
Maravillas, su sonrisa desbocada porque un trozo de tiempo compartido nos
espera con los brazos abiertos, valen toda la riqueza que pueda imaginarse. Un
libro, un café de la calle, mis pequeños conmigo y el universo entero rendido a
nuestros pies. Nada más que pedir.
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