Hace poco di con un escrito que me pareció
soberbio. Lo que leí, un texto sobre salud de esos que sirven para todo menos
para curar, hizo las veces de relajante en su más genuina significación, es
decir, me olvidé de los problemas y me concentré en historias médicas -horrible pasatiempo, ya lo sé- que vaya uno a saber por qué diablos
terminan por encantarme. Conmigo ha sido siempre así, qué le voy a hacer.
Lo cierto es que de la revista en cuestión
no pude desprenderme hasta devorarla de un tirón. Ciento cuarenta y seis
páginas de una pesquisa al más puro estilo Sherlock Holmes, donde una patología
de lo más extraña, querido Watson, hace de las suyas con la complicidad del
anonimato.
Me explico: ceguera facial, que es como se
llama la asesina en serie, consiste en un mal que pulveriza, que hace añicos la
humana particularidad de reconocer rostros. Así como lo lees, te coge por el
pescuezo semejante monstruo y hasta ahí llegaste compañero, entras de cabeza en
un mundo desconocido, imposible de identificar hasta en sus más íntimos
pliegues, ésos que tiempito atrás formaban parte de tu cotidianidad, de tus
afectos, casi que de tus entrañas. Tu madre, tu mujer, tus críos, tu abuelita o
tu mejor amiga van directo al hueco del inodoro. Apuesto cien a uno a que no
tenías puta idea sobre el asunto.
Total, que se me ocurrió de seguidas
practicar un ejercicio de extensión. Son ciegos quienes no ven, por supuesto:
Steve Wonder, José Feliciano o el señor que la otra vez cruzaba la calle con
sus lentes de sol guiado por un Collie amaestrado. Pero en verdad tú o aquel otro
o yo pulseamos la vida entera con tal oscuridad. Cualquiera que viste y calza
como el mejor de los videntes es un ciego mondo y lirondo aunque nunca se le
haya ocurrido siquiera imaginarlo.
Así como descubrí la ceguera para los
caretos, piensa en la gente que no ama y en esa otra que le pateó el culo a la
bondad. Date cuenta -menuda realidad que
a diario nos aplasta la nariz- de que el
mundo se llenó de ciegos para el sentido común o para cuando menos olfatear esa
cosa pastosa que llamamos lógica cotidiana. Embusteros compulsivos, mitómanos
al por mayor, inventores de una realidad inexistente, hay de todo. Busca por
los alrededores y verás cómo saltan los conejos: invidentes para el placer
sexual -léase: anorgásmicos de toda ralea-, cegatos para la belleza, es decir,
impedidos estéticos, etcétera, etcétera, etcétera. ¿Me comprendes Méndez? Quién
lo iba a decir, todos los males habidos y por haber bebiendo de la misma fuente
pestilente, esa venda en los ojos que alguien dejó puesta justo en el ganglio
adecuado para activar el horror hecho totalidad.
Todos somos unos ciegos redomados. Apenas
medio vemos, apenas vislumbramos a un palmo de nuestras narices gracias a que
aún no nos ponen el parche sobre el nervio justo. Ya la puntería del
francotirador hará de las suyas y al demonio el mecanismo para percibir cierta
alegría, algún sentido de justicia, la sensualidad más arrebatadora y, en fin,
agrégale después lo que te venga en gana. La ceguera es nuestro santo y seña,
no faltaba más. Jamás lo hubiese sospechado.
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