3/29/2017

Me enamoré de un maniquí

    Hay gente que vive enamorada y eso es bueno. Por supuesto, hablar de amor no pasa necesariamente por el cedazo de la relación de pareja. Que un hombre o una mujer, o un hombre y un hombre, o una dama con otra dama se metan de cabeza en los vericuetos del corazón, pues muy bien. En fin, que de amores (y desamores, claro) está hasta las narices el universo, de modo que hoy me dio por hacerle cosqu8illas a tales asuntos.
    A mis cuarenta y siete vueltas al almanaque estoy casado, con hijos, trabajo y toda la parafernalia. A falta de perro, Daniel, mi hijo menor, tiene un hámster y créeme que al pobre sólo le falta ladrar. Con mi pareja pienso envejecer, a no ser que un mal día me ponga de patitas en la calle, Dios y los santos me libren, pero otros amores  -todo hay que decirlo-  me atravesaron de cabo a rabo desde que tuve uso de razón.
    Vamos a ver. De chico me enamoré de un maniquí, de mi maestra y de una actriz de culebrones, en ese orden. En la calle Miranda de Upata, cruce con unión, la tienda La Selecta disponía para sus atuendos ciertos maniquíes de muy buen ver. Recuerdo a Lucía, una muñeca blanquísima y de formas que me dejaban boquiabierto. La bauticé Lucía ve tú  a saber por qué, y cada vez que salía de casa y me daba de frente con la vitrina que era el hogar de mi amada, soñaba con que alguna vez saldría de ahí para vivir por fin nuestra historia de amor.
    Después rodé cuesta abajo por una maestra en cuarto grado. Ya a esos años, mis ocho o nueve, disfrutaba con la silueta de sus piernas insinuadas a través de una ajustada falda colada bajo el escritorio. Por aquella maestra, compañero, vislumbré lo que era patear la calle de la amargura. Iba feliz al colegio pero hasta ahí, nada de coger apuntes o concentrarme en lengua o geografía. Me hice experto en soñar despierto, en deambular lelo, en papar moscas y en imaginar que la maestra descargaba a cada instante una punta de caricias sobre mis mejillas, sobre mi frente, sobre mis cabellos rulos. Menuda inocencia entremezclada con erotismos incipientes.
    Pasado el tiempo, a los diez u once, terminé fulminado por Amanda Gutiérrez y sus apariciones en el canal ocho. Era la belleza personificada, una especie de Venus televisiva que hacía acto de presencia, diosa total, en mil capítulos de una serie que no estaba dispuesto a perderme por nada de este puto mundo. El romance duraba hasta el ocaso de la telenovela. Entonces fin de la historia, adiós Venus y sus carnosidades, bienvenida la resaca.
    De amores y amoríos cada quien tiene su historia y bueno, la mía lleva en las alforjas el recuerdo de tres gestas que me reventaron el piso. No sé si las maestras de ahora guardan el sello de la sensualidad. En las actrices de estos tiempos extraño el garbo, aquella mirada lúbrica, punzopenetrante, y la estampa chorreante de erotismo de Gutiérrez, pantera de la tele. Y aunque no todo tiempo pasado fue mejor, cierta nostalgia me agarra por el cuello para remarcar entre brumas las figuras de una hembra. Hay que ver, los laberintos de la memoria. Hay que ver.

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