4/04/2017

La dictadura venezolana

    Imagínate que el poder se hubiese utilizado para construir. Imagínate por un segundo cuándo esta gentuza que gobierna a Venezuela terminaría su mandato si únicamente hubiera aplicado parte de eso que llaman sentido común. Imagínate a Chávez, luego a Maduro y después a cualquiera de los incapaces del gobierno, usando una mínima parte del dineral que dilapidaron, que malversaron y se robaron, en función del bien general. Con todo el poder del que gozaron, con toda la popularidad  -la del caudillo iluminado-  que llegaron a tener, con la inesperada fortuna que les cayó del cielo, imagínate, imagínate cuándo semejantes buenos para nada, sin contrapesos institucionales ni oposición estructurada, hubiesen apartado el culo del sillón de Miraflores.
    Tuvieron la suerte de pegar la lotería a propósito del alza astronómica en los precios del petróleo pero experimentaron su antítesis gracias a los demonios que muertos de la risa esparcen sus maldiciones: en este caso ser depositarios de una ineptitud, estupidez y cortedad de luces que mira a dónde hemos llegado. La dialéctica del señor Hegel desamarrándoles la botija, poniéndoles el caldo de morado a negro. Coño, quién lo hubiera sospechado.  
    Negro, eso es. Negro tinta es el presente y ni qué decir el futuro de Maduro y su pandilla. Hoy por hoy, ¿adónde fue a parar el capital chavista?, pues sencillo, a las cloacas, a las alcantarillas, al arrojadero de los desperdicios. El gobierno autoritario del Galáctico, atragantado de dólares, prepotencia y mesianismo, derivó en el lastimero perfomance  de un triste bailador de salsa, hazmerreír del universo. Un dictador con todas sus letras cuya última gesta ha sido despachar de un plumazo, vía los esbirros del Tribunal Supremo de Justicia, la máscara de cierta democracia transformada en mueca desde comienzos de siglo.
    La peligrosidad del régimen que ahora patalea aumenta en forma directamente proporcional al nivel de excrementos que llega a su pescuezo. Maduro sabe, junto con su banda, que soltar el poder es sinónimo de juicios, de cárcel, de fin de una locura que jamás debió ocurrir. Lo saben y se aferrarán con dientes y uñas, a como dé lugar, a costa de lo que sea, a él. No hay vuelta atrás. Los demócratas de mi país, en las horas cruciales que vive Venezuela, tendrán que desplegar el abanico de imaginación, creatividad, previsión, inteligencia y coraje que la situación actual exige sin demora.
    El gobierno de Maduro, campeón de la trampa, del embuste y de la intolerancia, violador sistemático de los Derechos Humanos y con toda seguridad uno de los más corruptos de la Tierra, no es, como la propaganda oficial se encargó de proferir cuando había el dinero y el músculo suficiente, un gobierno progresista, de izquierda o cosa que se le parezca. Encarna una clara dictadura militarista, retrógrada, delincuente como todas, entregada por si fuera poco a la satrapía cubana. Al momento de escribir estas líneas, hasta la Internacional Socialista condenó el autogolpe, ridículamente “revertido”   -impase lo llamó el cándido salsero-  por el Tribunal que emitió la sentencia al servicio del Ejecutivo.
    Las democracias del mundo, la gente decente y de buena voluntad no pueden hacerse de la vista gorda ante lo que ocurre en Venezuela. Un gobierno incapaz de gerenciar con un mínimo de resultados positivos, vinculado además con lo más impresentable en el marco de los líderes mundiales, que hambrea y reprime a mansalva, que llevó a la catástrofe humanitaria a una república cuyas riquezas naturales y talento humano pudieron convertirla en la Suiza de Latinoamérica, es un gobierno que debe estar de patitas en la calle, respondiendo ante jueces por sus crímenes. Elecciones, como manda la Constitución, es lo que deben pedir con contundencia y presionar en serio para que se produzcan, la oposición interna, que es mayoría sobrada en el país, y la comunidad internacional. Será la única manera de que Venezuela se enrumbe por otros derroteros: el de la paz, la democracia recuperada y la construcción del futuro que merece. Tal realidad no debe perderse de vista. Por ningún motivo.

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