Hoy me ha dado por terminar la clase que
debo dictar de dos a cuatro y salir. Cuando digo salir lo afirmo empleándome a
fondo, cogiendo por el cuello al verbo que esta tarde se ceba en mis entrañas.
Entonces tomo el ascensor y bajo, camino hacia la puerta norte, salgo.
Resulta que existen ocasiones, muchas más
veces de las que desearías, en que el tono de los grises parecen cubrir más de
la cuenta, abarcar todo cuanto miras: dan la impresión de empinarse con fuerza
hasta magullarte el rostro, sacarte la lengua con terca impunidad. Por re o por
fa, por mil motivos grandes o pequeños a los que culminas dando la razón y ante
los que doblas la cerviz inclinándote frente a esos molinos que en principio
desafiaste lanza en ristre, con tu armadura a cuestas y la locura intacta.
Pasan esos días cuyo trasfondo es el
sedimento baboso de una humanidad falta de luces, de sensibilidad y de cojones.
Esos en los que juras a la especie que te da cobijo digna del precipicio, del
acabóse o del fuego, incapaz de trascender su propia hez. Es ahí cuando
aseguras que el mundo está repleto de hijos de la gran puta y te detienes un
momento, enciendes un cigarrillo o un tabaco y dices hay que ver, tenía razón
el fulano que echó a rodar la clara idea del perro y mis congéneres: mientras
más conozco a esta gentuza más extraño a mi buen Bobby.
Y de pronto, como para quebrarte el plato
en la cabeza, ocurre el milagro. Da la casualidad de que por milésima vez te
enteras de que sí, de que en realizad existen, andan aquí y allá mondos y
lirondos y en ocasiones -que no dejan de
aumentar todos los días- se sientan por
ahí, te esperan, se rascan los pies a la vuelta de la esquina mientras tú
caminas, absorto, maldiciente, con la bilis todavía revoloteando en plena boca.
Un detalle, un gesto, un color, un perro
callejero fiel a su amo como nadie, algo entre el calor o el frío de un día
cualquiera es la rama que acabas por alcanzar de un manotazo. Y te abrazas, te
sostienes, sales a flote con la felicidad abofeteando al enemigo.
No puedo enumerar las veces que he
experimentado cosa parecida porque te confieso que perdí la cuenta. Ciertos
milagros hacen nido en tu camino, de eso sí que estoy seguro, y si te pones a
ver para remate suceden casi a diario,
benditos sean todos los dioses. Un aroma, una palabra, aquella escena como caricia
a la mirada, sumo y sigo, cafés, recuerdos, inventivas, prospectivas, en fin.
La alegría, claro, concentrada en un instante, metida de cabeza en el regazo
del domingo hasta que desaparece así como llegó, sin decir hola buenas, sin
decir adiós, sin aspavientos ensordecedores y otras hierbas por el estilo. Te
salva el día y con eso basta. Hasta la próxima dosis de veneno, hasta la
siguiente puteada cotidiana. Quién lo hubiera imaginado.
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