1/12/2018

Aquella máquina de escribir

    A los trece años me compraron una máquina de escribir. Era Olivetti, y era la protagonista de uno de mis sueños recurrentes: inventar con ella historias que como mínimo no resbalaran, así como si nada, por la piel de los lectores. Imaginaba que mi máquina y yo penetraríamos, abecedario de por medio, la humanidad de medio mundo hasta danzar en sus adentros.
    Con el tiempo llegué a usarla como el mejor de los expertos. Aparte de los deberes del liceo me habitué a acribillar el papel bond con letras, frases, párrafos, signos de puntuación e ideas con la pretensión de convertirlos en algo más que la tarea obligada. Fue entonces cuando descubrí que escribir supone también una descarga  -de dolor, alegría esperanza o rabia-  y una búsqueda sinónimo de cacería. Mi máquina se transformó en campo de batalla y en laboratorio: experimenté con sueños, ocurrencias, imaginación, tramas, y en fin, acabé por aprender que para decir, para abarcar este resbaladizo mundo desde lo que vamos siendo es preciso armarse de lenguaje.
    Los sonidos de mi máquina no he vuelto a hallarlos en ningún lugar. La cadencia de las teclas del computador, su suavidad aberrante, dista años luz del traqueteo romántico que la Olivetti ofrecía en plena madrugada. Sí, la madrugada. Fueron aquellos tiempos los que prefiguraron a quien años después sería un noctámbulo de corazón y raza. El placer de la literatura a las dos de la mañana es uno de los pocos que han salido indemnes del trapiche de la historia. La historia particular de cada quien, en este caso mía. A las dos de la mañana no todos los gatos son pardos, lo cual implica que a esas horas ciertos matices, algunos ritmos, determinadas significaciones saltan al  -o del-  papel como batracios o duendes para insinuar mil cosas. Ese resultó otro hallazgo: el verbo insinuar va de la mano con el hecho literario.
    De la vieja máquina, con sus teclas firmes y el cling al terminar  la línea, con ese taca taca equivalente a martillar la lengua, metáfora del hojalatero de palabras, acababa uno la faena con los dedos sucios, manchados de blanco gracias a la labor de poda: retroceder y comenzar en brazos del corrector líquido. Mi máquina Olivetti estuvo conmigo hasta pasados unos años en la universidad. Luego desapareció en silencio, tal y como había llegado, esfumándose una vez de mi habitación del piso siete en la torre de Los Apamates.
    Sobre el estuche de plástico que servía para guardarla pegué un recorte de revista, el rostro de Julio Cortázar con su cigarrillo a lo Bogart. Con ella, la Olivetti que llevo en la memoria como acompañante de mil y una batallas, el mundo se abrió al misterio agazapado detrás de las palabras. Imagino que es un sentimiento parecido al del marino cuando, solo en medio de la noche y las olas y un cielo con estrellas al más puro estilo de Van Gogh, piensa en la vida, en el pasado o el presente mientras enciende su tabaco.
    A mano o en computadora, cada vez que escribo escucho a la Olivetti y su golpe  de teclas, hecha un trasto sin perder la reciedumbre. Veo los tipos de metal dándole a la cinta, al papel, al rodillo que les sirve de apoyo. Entonces me digo que escribir, sin duda, es también y por supuesto un ejercicio de memoria. Y de qué modo.

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