1/18/2018

Abuelos de sus predecesores

    Ciertas revoluciones, para sentir que lo son, requieren de un evangelio que aglutine a la feligresía. La cubana, mítico emblema latinoamericano de quienes creyeron en el socialismo por las buenas, tuvo el suyo, cuya cháchara estructuró la narrativa de un puñado de barbudos capaces de tomar el cielo por asalto. De modo que ya lo sabes, camarada, si tu empeño está en el apelativo revolucionario, pues tendrás que lanzarte a las aguas de un credo en cuyo altar, para empezar, luzca fuerte y rozagante el líder mesiánico sine qua non.
    Hugo Chávez, los hermanitos Castro, Daniel Ortega, Evo Morales o Nicolás Maduro, junto a la pléyade de delincuentes hechos con el mando en Venezuela, exprimieron el término revolución hasta trocarlo en lo que según ellos debe ser: mantra sagrado para quedarse en el poder. Si la ideología de los iluminados tiene a la verdad, a la razón, a la justicia y a la historia comiendo en la mano abierta, y si éstas, para más señas, chapotean entre la baba de los Castro, los cuentos chinos de Ortega o la ignorancia de Maduro, entonces nada, es mejor para todos  -y cuando esta gente dice todos se refiere al universo-  que continúen gobernando. Hasta que el cuerpo aguante. Porque a la vuelta de la esquina o en diez, veinte, cuarenta o sesenta años, qué más da, se alcanzará la felicidad, se albergará al hombre nuevo, cuyos prototipos saltan ya a la vista en la inspiradora humanidad de un Pedro Carreño, un Diosdado o una Varela. Adiós desigualdades, adiós explotación, adiós capitalismo, hola comunismo. Mientras tanto uh, ah, Maduro no se va. Y así.
    El bandidaje que gobierna en Venezuela siempre postuló la historia legitimadora de cuanta locura sostuviera sus quehaceres. El ajedrez pensado en el gobierno, inclinado ante el santoral habanero, hace de las suyas gracias a un tejido harto conocido: hubo un ser, un visionario untado de patria hasta en su sombra que para conjurar tu sufrimiento, el mío y el de este planeta sin luz, se alzó en armas con el desinteresado propósito de sembrar el Edén en Venezuela, y después, compañeritos peseuvistas del mundo, multiplicarlo urbi et orbi, perdónenme el latinazgo. Hace dieciocho años, léelo bien, tal pote de humo fue vendido a todo un país.
    Visto el fracaso hecho tragedia del sinsentido chavista, quienes continuaron la peregrinación destructiva una vez desaparecido el sumo sacerdote reinventaron el espejismo: el culmen revolucionario peligra porque los lobos usan sus colmillos repartiendo buenas dentelladas. La burguesía, la derecha, Trump y Obama, la guerra económica, Santos, Uribe, Macri y Piñera, atacan sin cuartel con la nada desdeñable fuerza de sus mandíbulas. Es preciso pulir el evangelio, resulta urgente parapetear el salvavidas.
    Toda revolución que se respete comete infinidad de desatinos, pero sobre todo dos: primero, espantarse como el diablo ante a un racimo de ajos frente a la prueba de la realidad  -contrastar su catecismo con lo que ocurre en la calle, en el día a día-  y segundo, suponer con fe de carbonero que tiene a Dios agarrado por las barbas. En Venezuela, aún después de haber puesto a la gente a comer de la basura, teniendo hoy en día como únicas conquistas la ruina, la enfermedad, el crimen y la voladura en mil pedazos de la economía, los descocados transmutados en estadistas por obra y gracia de la ideología juran que tendrán el culo puesto en la silla de Miraflores por los siglos de los siglos. Como no hay intención de apartarse, ni motivos para ello, los mandones hacen fastos con la cosa pública, pingües negocitos con el narcotráfico, elementales tareas de supervivencia para quienes lo han dado todo en función del pueblo y  su felicidad suprema.
    La revolución bolivariana, que ni es revolución ni es bolivariana, posee plena conciencia de que al quitarle las pezuñas al coroto irá  a parar  -Maduro y la panda de bandidos que lo acompaña-   de cabeza a las mazmorras, en Venezuela, en La Haya o en alguna cárcel del manido imperio. Lo sabe y un frío helado le recorre hasta los huesos sólo al imaginarlo. La Masacre de El Junquito, ejecuciones extrajudiciales vistas y seguidas a través de las redes sociales prácticamente en tiempo real, es apenas otra muestra de que el mal va in crescendo, de que la Venezuela decente lleva casi dos décadas soportando abusos, ignominia, corrupción, latrocinio y crímenes contra la humanidad. La pústula gobernante, por sus prácticas y desafueros, por su inquina y métodos estalinistas, goza cada vez menos del oxígeno necesario que alguna vez tuvo para imponer su ley. Quienes llevaron al país a la tragedia que hoy vive son los abuelos de sus predecesores: una asco aún mayor que los Videla, los Pinochet, los chapita o los Castro. Todavía falta el desenlace.

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