5/31/2018

La chica del aeropuerto


    Fue hace más de veinte años. Estaba sentado en la sala de espera y frente a mí, en la fila opuesta, aquella chica leía un libro como si fuese lo último que habría de realizar en esta vida. Apenas metro y medio nos separaba. Entonces me dio por intentar entrometerme, averiguar qué diablos llevaba entre las manos, cuál podría ser el gusto literario de aquella muchacha hermosa que no despegaba los ojos de ese libraco misterioso. Ni por asomo logré el objetivo. No pude dar con el puto título del ejemplar pero por cómo enarcaba las cejas y por la sonrisa cómplice que de vez en cuando echaba al mundo sospeché que la historia se las traía.
    Una mujer bien plantada que lee absorta cualquier cosa es una imagen que de entrada siempre me  ha atraído. Y ella estaba ahí, enfrente, ajena a mis buenas o malas intenciones. Recuerdo que saqué papel y lápiz y algo escribí, un comentario o poema o qué sé yo a propósito de la chica del aeropuerto entregada en cuerpo y alma a un libro como los buenos amantes se entregan el uno al otro. Con el tiempo perdí aquellos rasguños, aquellas líneas que me acompañaron buena cantidad de años guardadas en la caja de textos, de notas, de garabatos y ocurrencias que iban creciendo aquí y allá según las ganas, el lugar, el contexto y la energía que me atraparan. En fin. Hoy he leído un fragmento de  la novela que llevo por la página doscientos veintitrés y no tengo la menor idea de por qué el fondo de la historia me hace recordar la tarde de aeropuerto en que seguía viaje para Mérida, durante mis años universitarios. Leo y hay que ver, me digo: es cierto aquello de que en lo profundo de la literatura todo humano se mira a sí mismo con lo mejor o lo peor que se retuerce en sus abismos.
    La chica del aeropuerto seguía ahí, como si nada, haciendo el amor con las palabras mientras yo soñaba maneras de levantarle la falda transfigurado en metáforas, elipsis, oraciones yuxtapuestas o versos, hasta construir por fin un todo perfecto, una esfera sin fisuras cargada de sudores, jadeos, gritos ahogados, flujos al compás del vaivén que estalla, cuando los encuentros se concretan y punto, sin posibilidad de cosa diferente.
    Sí, algo escribí mientras observaba el strip-tease de aquella dama. Supongo a estas alturas que sería el eco de cuanto imaginaba en medio de los puntos suspensivos que marcaban distancia entre los dos. No lo sé. El enigma de las cosas extraviadas pasa directo por esto: lo que llegaste a expresar en un momento es irrecuperable y sólo te queda la memoria, que es una señora voluptuosa, tramposa, llena de encantos por donde la mires, asunto para nada malo si a ver vamos.
    La chica del aeropuerto apenas pasó los ojos por mi humanidad. Yo, un transeúnte más entre los miles de una tarde como cualquier otra. Podría, claro, haber intentado abordarla, aprovechar un cruce de miradas, dar cuenta al fin  del objeto  -ese libro enigmático-  que quizás hubiera propiciado la amalgama perfecta entre los tres. Pero no. Niet. Nada en lo absoluto.
    Cuando los altavoces anunciaron mi vuelo me despedí en silencio. Le deseé buena tarde, buena lectura y excelente travesía. Cogí mi bolso, doblé las cuartillas que llevaba escritas, me levanté y le di la espalda, yéndome tranquilo mientras ella continuaba cabalgando, jadeando ante el amante que nunca la apartó de sí. La vida continuó su curso y al aterrizar, ya en Mérida, la tarde como siempre era tranquila y fresca.

No hay comentarios.: