La amistad tiene sus cosas raras. Hay gente
a la que frecuento a diario y dista de ser cofrade, y están los que veo poco,
incluso demasiado poco, pero son amigos entrañables.
Tampoco es que haya muchos. Un tipo con
tantas amistades como estrellas en el cielo confieso que me pone los pelos de
punta: o es un mentecato o un vulgar estafador, y de semejantes personajes
aprendí a cuidarme desde hace bastante. En fin, que un amigo viene siendo
aquello que lleva en las alforjas eso que también tú portas en las tuyas,
porque ambos saben que cuando se cuecen las habas se erigen asimismo los
afectos, y las habas se cuecen a fuego lento entre actos cómplices, fidelidades
e intereses más o menos comunes a propósito de lo labrado. Lo labrado, aquí,
implica brazos abiertos, manos estrechadas, señas, comprensiones mutuas,
patadas en la ingle a tiempos y lugares.
Tengo amigos que no veo desde hace una
punta de años. La última vez que estuvimos juntos, libando unas cervezas y
dándole a la lengua como si conversar fuera la actividad que más nos humaniza,
fue tan fluido y simple que nos parecía que a la mañana siguiente todos
coincidiríamos en la oficina, como si viviéramos en esta ciudad y fuésemos alegres
compañeros de trabajo. Por mucho tiempo que transcurra, por bastante geografía
que se atraviese en medio, cuando nos encontramos las cosas discurren tocadas
por aguas jabonosas y apenas sentimos que ese señor llamado cronos ha pasado, que
ha lanzado sus escupitajos sobre nosotros, y entonces seguimos la charla,
destrozamos temas, acuchillamos razones, obviamos excusas y vacíos, dándole luz
verde a aquella discusión suspendida al amanecer de un pasado añoso porque se
iba haciendo hora de largarse al aeropuerto.
Para mis amigos -y clarines que para mí
también- un viernes, pongo por caso, es día del almanaque al que llegamos y un
abrazo, cubitos de hielo, whisky clink clink, brindo por ti, por tus hijos, ¿cómo
ha estado tu madre?, y ese encuentro, repito, es la extensión de uno anterior
ocurrido dos, tres, cinco años atrás pero qué diablos importa porque el gran
secreto es que somos jodidamente amigos, jodidamente entrañables, y el secreto
viene aparejado con la llave maestra que abre los candados y te arroja al fondo
del aquí, todo a punto en el ahora que es ese viernes cualquiera de dos mil
ocho, dos mil dieciséis, diecisiete o diecinueve.
Creo que en el fondo la amistad lleva
consigo una sensación de pertenencia -más bien una seguridad- que al ser
compartida tiende puentes de acero inoxidable. La amistad deviene así en punto en
común muy duro de fraguar. En estos días leía algo de Borges y me enteré de que
en cierta ocasión se le ocurrió afirmar que la amistad no requiere de frecuencia,
a diferencia del amor entre parejas que la exige so pena de que el asunto acabe
con las patas para arriba. Por eso a Bioy Casares, su amigo del alma, se le
olvidó participarle de su boda. Yo lo entiendo, claro, y me atrevo a decir más:
si un amigo es un amigo, verlo todos los días carece de importancia. Mi amigo
lo es por la razón compleja de que
atamos cabos por debajo de la mesa, al punto de que tal cuestión permite
obsequiarle un manotazo al mapa y echar los relojes a los siete mares.
Mis amigos lo saben, firman y confirman al
pelo lo anterior, así que palabras como
las que llevo escritas han calado en sus certezas. Lo otro -coincidir a cada
rato, coger el teléfono para charlar a diario- resulta el acto políticamente
correcto que, estoy seguro, terminamos detestando. Celebro que en mi caso no
sea así. Ni en el de ellos.
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