Josefo Pérez Papadopoulos,
amigo y colega de la universidad, es un apasionado de la antropología. Por
serlo, anda averiguando ciertas relaciones entre la medicina tradicional y la
indígena, lo cual hoy por hoy hace de él un experto en tales lides. Si tienes
un mal que te impide vivir como deseas, mi amigo tendrá al pelo sugerencias
prácticas, ancestrales por decir lo menos, que acabarán con el problema. Créeme
que saldrás renovado, lleno de energías repotenciadas, como liebre saltarina
lista para continuar en este valle de lágrimas.
Cada vez que podemos compartimos charla
entremezclada con café, y también créeme que de sólo atender a cuanto manifiesta
he experimentado mejoría en todo nivel. Soy más perspicaz, menos enfermizo,
mucho más apto para la felicidad, cuestión directamente proporcional al
objetivo que, en el fondo, siempre perseguí en el plano del vivir.
Pues nada, que un descreído como yo terminó
por introducir en primer lugar los pies, luego las piernas y por último el
cuerpo todo en las aguas sanadoras que hasta hace meses tenía puta idea de que
existieran. Dime tú si no: de lo humano descubrí que poco me es ajeno,
corroborado de pe a pa en función de la experiencia que me engulle.
La experiencia que me engulle, claro, ha
desplegado sus alas, va siendo una que jamás supuse para mí. Entonces eureka,
de a ratos desato las amarras y aquí voy, cogiendo impulso gracias a extrañas
brazadas, a inconcebibles movimientos, a trampolines que fabrico a punta de
uñas, dientes, manotazos y sinuosidades de todos los pelajes. Hoy en día he
creado un sistema propio, una terapia individual sustentada en búsquedas no sé
si valoradas por otros en el pasado, por ti o por aquél en el afán de hacerle
morisquetas a la adversidad.
Me explico: la literatura también hace de
las suyas, más allá del arte y por encima de metáforas, estilos o estéticas de
cualquier índole, de modo que ya no voy al médico ni tomo aspirinas o
antibióticos como solía hacerlo tiempo atrás. Me explico aún más: puedo decir
que he dado en el clavo a propósito del hecho literario, que descubrí, pongo
por caso, que para malestares respiratorios Thomas Mann es especial. “La
montaña mágica” funciona no sólo como expectorante sino que hace las veces de
caldo puesto a punto para inhalaciones. Despeja, afloja el pecho,
descongestiona, limpia a fondo los pulmones. Cógela y lee, haz el intento, practícalo
y después me cuentas.
Para dolores musculares los cuentos de
Fernando Iwasaki. Para la obesidad, “Un artista del hambre”, del gran Kafka. Si
lo tuyo son jaquecas o migrañas el remedio es “Cefalea”, que Cortázar escribió
quizás para exorcizar tamaños malestares. Hago aquí un inciso y, ahora que lo
pienso, buena parte del misterio de la creación, de las novelas, cuentos o
poemas, sé que está más que vinculada con indagaciones para nada relativas a lo
estrictamente literario. Ja, quién lo hubiera dicho, es que quién lo hubiera
sospechado.
Cuando hay pérdida del apetito hallé luego de
mucho escudriñar la solución: seis páginas diarias -no más, para evitar
indigestión- de “La gente feliz lee y toma café”, cuya autora es Agnés
Martin-Lugard, y si hay complicaciones artríticas las novelas de Heinrich Böll
o los libros de Iván Égüez resultan una maravilla -el por qué de esta dupla no
me lo preguntes. Ignoro razones específicas-. Hasta aquí y únicamente por ahora
los descubrimientos, mis encontronazos terapéuticos con letras, párrafos, capítulos
cuyos recovecos sanitarios he probado una y mil veces. Sé que no son bastantes
pero ten por seguro que su cortedad no supone falencias en cuanto al hecho que
nos interesa: mandar al cuerno los males referidos. Mientras, trabajo, indago,
continúo en mis trece. Ya verá Papadopoulos cómo le planto este hallazgo
diferente. Por lo pronto aquí lo dejo para ustedes.
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