La mesa de un café es trinchera y atalaya,
es el lugar cuyo punto de fuga supone eso que me dedico a cultivar mientras
enciendo un tabaco, pido agua mineral y dispongo taza humeante y libro listos
para la batalla.
Nada como leer en estos sitios que
considero divanes, camillas para la contemplación en pleno bullicio cotidiano.
La mesa de un café suscribe el raro hecho de albergarme en sus entrañas y
producir cierto efecto que de otras maneras cuesta mucho más hallar: siento paz
en medio de la calle, olvido tensiones y otras piedras en zapatos, escribo con
placer redoblado, leo -devoro- páginas y
páginas como si estuviera en casa y de cuando en cuando alzo la vista para ver
pasar la vida alrededor.
En esas estaba la otra tarde cuando noté
que venía cerca. Falda corta, blusa muy ceñida al cuerpo, medias negras,
zapatillas altas. Todo un clásico, pensé de inmediato. Marqué con el dedo
índice la página setenta y tres del libro de Chocrón que encontré hace poco en una
librería de viejo y continué observando. Cuarenta y tantos, susurré en voz
baja, a lo mejor ejecutiva en una empresa de las inmediaciones, poco
maquillaje, bolso pequeño -a juego con la minifalda-, cabello recogido. Me
llamó la atención, para qué voy a negarlo, semejante andar, semejante paso de
pantera, y lo que es peor, el sólido
tum-tum de sus caderas que en el arrebato pasaron a dos metros de mí sacándome
la lengua.
Laura, quizás se llame Laura. Toma asiento
dos mesas más allá, deja la cartera sobre una de las tres sillas vacías luego
de haber sacado un cigarrillo, cruza una pierna, vuelve otra vez al bolso,
hurga, coge un encendedor, cierra. La mesa en la que estoy hace las veces de
platea y mi asiento se transforma en butaca de un cine cualquiera. Entonces me
acomodo, doy una chupada al Partagás que había olvidado sobre el cenicero y ahí
está de nuevo, Laura con el rostro semiiluminado mientras enciende el
cigarrillo, mientras baja la pierna y sobre ella cruza la otra, mientras el
humo crea una nube azul que combina con los flecos blancos de su blusa.
Tiene unas piernas que para qué te cuento y
para más señas tiene unas tetas de infarto. Al cruzarlas deja ver la piel sin
marcas, lisa como espejo que destella gracias a la luz del sol que acaricia sin obstáculos. Rodillas, muslos, y
más allá el ámbito oculto que puedo imaginar sin demasiadas complicaciones:
bikini diminuto -también negro-, sedas, encajes, transparencias.
En mi butaca contemplo el paisaje y nada,
parece que no pasa nada en esta puesta en escena que ocurre sin razones ni por
qués, echada en brazos de la casualidad. Laura fuma, no como Sharon Stone en
aquella imagen memorable de Bajos
instintos sino como Laura, como ella, nada más que ella aquí y ahora en
este café saturado de erotismo. El aire
es una baba, la temperatura una masa pegajosa, el atardecer especie de quietud
con gemidos y jadeos inocultables. Cambia de posición, se acomoda sobre el
asiento, su falda empequeñece debido a tales contorsiones. El nylon repite su
brillo por un golpe certero de luz y casi puedo ver el fin de las medias
rematadas en ligas con bordados y arabescos.
Pide un café o un jugo o qué sé yo y
espera. Espera como si fuese el personaje de Beckett soñando con Godot. Fuma,
goza en el acto de fumar, aprieta con los labios el filtro de su cigarrillo que
a estas alturas es una colilla casi fláccida empapada de rouge. Respira hondo mientras continúa su espera. Vuelve a la
carga, lo acerca con lentitud, lo lleva otra vez a los labios y en una chupada larga
y lenta da la impresión de engullir el mundo por completo. Una explosión, toda
la carga acumulada revienta sostenida por su mano izquierda en la boca, en los
labios, en la cara a borbotones, a humaradas, a interminable fuego lento. Fuma,
y el humo continúa bañándola de nubes, cubriéndola en torrentes.
Termina su taza y deja unas monedas al lado.
Se limpia con la servilleta, elimina restos de café sobre la comisura de los
labios. Ya no cruza las piernas y en fracciones de segundo se arregla la falda,
la estira de modo que atraviese esa frontera de la mitad de los muslos hacia
abajo. Toma el labial de la cartera, se retoca.
Entonces se levanta, camina despacio, pasa
por mi lado y me observa de reojo como quien mira a un bicho raro. Continúa su
caminata mientras al fondo, en la pantalla, puedo leer: The End.
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