Hay cosas que aún después de acabarse
expresan mucho. La ceniza del cigarro es una de ellas, en principio porque toda
ceniza lleva adentro cierta presencia evocadora capaz de sugerir, de guiñarte
un ojo, de decir a su real gana mil y un asuntos pues carga en las espaldas
todo de cuanto ha sido testigo.
Me pongo a contemplar un cigarro reducido a
la mitad. Reposa al borde de un pequeño recipiente que está sobre la mesa,
adosado a una columna de ceniza que no se desprendió. Ahí se muestra
semidesnudo algún pedazo de historia, cabe en ella la punta de un témpano en
cuyas profundidades júralo que palpitó la vida, reverberaron los sueños, se
agitaron esperanzas. La ceniza de un cigarro, como libro abierto, da cuenta de
ese espacio lleno de sístoles y diástoles que existió a su antojo mientras no
ardió el fósforo que acabó con todo.
¿Qué carga en la memoria el cadáver de un
Marlboro? ¿De qué será testigo ese Gitane consumado? ¿Qué puede contarte un L&M
hecho añicos? El cigarrillo luego de almorzar, el cigarrillo para coronar
orgasmos memorables, el cigarrillo a lo Bogart mientras Sam Spade charla muy
muy de cerca con Ruth Wonderly, el cigarrillo que fumó Sharon Stone cruzando
esas piernazas en Bajos instintos, el
último cigarrillo que Julio Cortázar se llevó a los labios cuando escribía Rayuela, el cigarrillo como personaje en
Sólo para fumadores -obra maestra de
Ramón Ribeyro-, el cigarrillo en aquella foto de Albert Camus, el cigarrillo
compañía de un escritor junto al sonido de las teclas, el cigarrillo que
enciendes echándote en brazos del simple placer, el cigarrillo y el café en una
canción del grupo Guaco, el cigarrillo que cuelga de los labios del soldado
viendo llover bombas tirado en su trinchera, el cigarrillo lleno aún de rojo carmesí
aplastado contra el cenicero, el cigarrillo que ansías para soportar mejor la
espera. Entonces observo la ceniza de lo que parece un Lucky Strike
desvencijado y digo hay que ver, imagina un poco la de cuentos, la de chismes,
la de escenas normalitas o no, reprochables o no, eróticas o no, y supón que
por un mínimo instante puedes entrever lo que hubo antes, la carga de memoria y
de sentido que guarda en las entrañas ese cúmulo de nada y todo que implica la
ceniza de un Camel. Lo que soy yo, respeto y reverencio tantas colillas
arrojadas al suelo, tantas echadas a los contenedores cuyos secretos
propiciarían escándalos sin parangón, historias de porno para arriba, sádico voyeurismo
que en algún momento ha tocado la existencia sin importar horas ni lugares.
En el cuerpo semicalcinado de un cigarro
las cenizas guardan el alcohol de mareos y borracheras. Por eso digo que me da
por preguntarles, mirarlos de frente, increparlos hasta acariciar respuestas
para enigmas insondables. Dime tú si no: entras a esa habitación, contemplas
sábanas, mesa de noche, cortinaje, respiras el aire de un hotel que no está mal
y ahí, resquebrajando la asepsia que te envuelve, descubres el pequeño
cenicero, el cigarrillo truncado a medio fumar. Entonces, un poco más allá, ves
otro con rouge intenso sobre el filtro. Luego piensas: menudo perfomance, qué batalla campal en el king size. Después guardas las maletas,
te echas sobre la cama, cierras los ojos, duermes. Y al amanecer el día
transcurre como si nada.
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