1/08/2020

La punta de la nariz para los lentes


    De niño me causaba gracia la costumbre de ciertos señores: llevar lentes sobre la punta, a un milímetro de ese abismo que aparece enfrente cuando casi se acaba la nariz. Si me lo pidieras no podría explicar las causas, pero sí te puedo asegurar que semejante escena era tan risible como cualquiera de Chaplin protagonizando sus entuertos. Los anteojos en la punta de cualquier nariz colaban la idea de trozo de acetato en plena proyección, es decir, pedazo de cine metido en la vida real, en tu rutina cotidiana.
    Hoy, ya pasadas las lunas de rigor, instalada la presbicia como vieja desdentada para nublarte los ojos, llevo el estuche con mis lentes en el bolsillo de más de una camisa. Me gusta leer artículos, novelas, ensayos y textos de mil pelajes que se publican en las redes. Gozo al hacerlo, soy un hedonista en eso de buscar libros, probarlos, degustarlos como a un vino viejo, sorbo a sorbo -o trozo a trozo, ve tú a saber qué palabra utilizar aquí- de modo que no pierdo el chance de lanzarme de cabeza sobre algún café que aparezca en el camino cuando menos dos veces por semana. En tales paraísos enciendo la pipa, pido un macchiato, me enredo entre páginas escritas, veo pasar la vida alrededor.
    Y entonces los lentes. Mis gafas, especie de duendes que obran el milagro de dejarte coger letras y palabras por los cuernos hasta hacerlas otra vez visibles, mágicamente apreciables a través de los cristales ubicados sobre la punta lejana de tu respingada nariz. Horror, claro. El niño que fui me mira de reojo y le crujen las mandíbulas, ríe como hiena frente a mí. Yo encojo los hombros,  con indiferencia frunzo el ceño, sigo en mis trece, continúo haciendo lo que hago.
    Quién lo iba a decir. Mencioné antes que me gusta ver pasar la vida alrededor, de vez en cuando alzar la vista del libro que devoro en este café sobrado de transeúntes y para ello mis anteojos son cómplices perfectos: en la punta de la nariz hacen de la historia libresca que sostengo entre manos un plasma de cien pulgadas en tecnicolor. Para remate,  como si lo anterior fuese poco, cada tanto permiten un chapuzón en las aguas del contexto. Unos lentes ahí, justo por estar en la mera punta del órgano nasal posibilitan tal hazaña: leer lo que tienes a  treinta centímetros del rostro y si te da la gana, apenas con levantar los ojos por encima de los vidrios, definir con claridad a la dama que camina al otro lado de la calle.
    El niño que fui no deja de observarme. Pegado a la mesa, con pantalones cortos y franela de Brasil en el mundial ochenta y dos el muy cabrón sonríe mientras lo pícaro se le sale por los poros. Soy Charles Chaplin en mitad de sus enredos, soy uno de Los Tres Chiflados sentado en esta silla de café, soy Cantinflas en la escena que prefieras. Tengo doce años, me río de mí, hoy tan cómico, tan patéticamente domeñado, tan señor mayor con estos lentes de pasta verde en plena punta de una nariz que nunca jamás iba a saber de ellos. Entonces le devuelvo la mirada, el hombre que voy siendo fija los ojos en el muchacho que ríe ahora con más ganas y con las pupilas convertidas en puñal lo increpo, indago, pregunto qué ha sido de él, por qué ha vuelto de pronto, qué razones existieron para haberse largado del modo en que lo hizo.
    Como no hay respuestas -sólo carcajadas de lo más hirientes- me hago de la vista gorda. Regreso mi interés a “Lo que fue presente”, diario de Héctor Abad Faciolince para notar de inmediato que el título es mucho más que un título. En la página ciento veintidós leo: “Aquí todo lo feo recobra sus derechos porque mira lo hermoso con la frente alta. Y lo hermoso se ríe para hermosear, sin compasión, a lo feo”. Menuda explicación, vaya manera de ponerme frente a mí en este café de una ciudad que ahora es hogar, exilio, ruta que apunta a nuevas perspectivas. Quién lo hubiera imaginado.

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