De niño me causaba gracia la costumbre de
ciertos señores: llevar lentes sobre la punta, a un milímetro de ese abismo que
aparece enfrente cuando casi se acaba la nariz. Si me lo pidieras no podría
explicar las causas, pero sí te puedo asegurar que semejante escena era tan
risible como cualquiera de Chaplin protagonizando sus entuertos. Los anteojos
en la punta de cualquier nariz colaban la idea de trozo de acetato en plena
proyección, es decir, pedazo de cine metido en la vida real, en tu rutina
cotidiana.
Hoy, ya pasadas las lunas de rigor,
instalada la presbicia como vieja desdentada para nublarte los ojos, llevo el
estuche con mis lentes en el bolsillo de más de una camisa. Me gusta leer artículos,
novelas, ensayos y textos de mil pelajes que se publican en las redes. Gozo al
hacerlo, soy un hedonista en eso de buscar libros, probarlos, degustarlos como
a un vino viejo, sorbo a sorbo -o trozo a trozo, ve tú a saber qué palabra
utilizar aquí- de modo que no pierdo el chance de lanzarme de cabeza sobre
algún café que aparezca en el camino cuando menos dos veces por semana. En
tales paraísos enciendo la pipa, pido un macchiato,
me enredo entre páginas escritas, veo pasar la vida alrededor.
Y entonces los lentes. Mis gafas, especie
de duendes que obran el milagro de dejarte coger letras y palabras por los
cuernos hasta hacerlas otra vez visibles, mágicamente apreciables a través de los
cristales ubicados sobre la punta lejana de tu respingada nariz. Horror, claro.
El niño que fui me mira de reojo y le crujen las mandíbulas, ríe como hiena
frente a mí. Yo encojo los hombros, con
indiferencia frunzo el ceño, sigo en mis trece, continúo haciendo lo que hago.
Quién lo iba a decir. Mencioné antes que me
gusta ver pasar la vida alrededor, de vez en cuando alzar la vista del libro
que devoro en este café sobrado de transeúntes y para ello mis anteojos son
cómplices perfectos: en la punta de la nariz hacen de la historia libresca que
sostengo entre manos un plasma de cien pulgadas en tecnicolor. Para remate, como si lo anterior fuese poco, cada tanto permiten
un chapuzón en las aguas del contexto. Unos lentes ahí, justo por estar en la mera
punta del órgano nasal posibilitan tal hazaña: leer lo que tienes a treinta centímetros del rostro y si te da la
gana, apenas con levantar los ojos por encima de los vidrios, definir con
claridad a la dama que camina al otro lado de la calle.
El niño que fui no deja de observarme. Pegado
a la mesa, con pantalones cortos y franela de Brasil en el mundial ochenta y
dos el muy cabrón sonríe mientras lo pícaro se le sale por los poros. Soy
Charles Chaplin en mitad de sus enredos, soy uno de Los Tres Chiflados sentado
en esta silla de café, soy Cantinflas en la escena que prefieras. Tengo doce
años, me río de mí, hoy tan cómico, tan patéticamente domeñado, tan señor mayor
con estos lentes de pasta verde en plena punta de una nariz que nunca jamás iba
a saber de ellos. Entonces le devuelvo la mirada, el hombre que voy siendo fija
los ojos en el muchacho que ríe ahora con más ganas y con las pupilas convertidas
en puñal lo increpo, indago, pregunto qué ha sido de él, por qué ha vuelto de
pronto, qué razones existieron para haberse largado del modo en que lo hizo.
Como no hay respuestas -sólo carcajadas de
lo más hirientes- me hago de la vista gorda. Regreso mi interés a “Lo que fue presente”, diario de Héctor
Abad Faciolince para notar de inmediato que el título es mucho más que un
título. En la página ciento veintidós leo: “Aquí todo lo feo recobra sus
derechos porque mira lo hermoso con la frente alta. Y lo hermoso se ríe para
hermosear, sin compasión, a lo feo”. Menuda explicación, vaya manera de ponerme
frente a mí en este café de una ciudad que ahora es hogar, exilio, ruta que
apunta a nuevas perspectivas. Quién lo hubiera imaginado.
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