De alguna manera todos somos de todas
partes así que nadie, de entrada, es originario de un único lugar. Semejante
afirmación guarda bastante lógica pues a estas alturas hablar de pureza
cultural, racial o cosa parecida es un disparate por donde lo mires. Cada quien
crea sus afectos, construye un sentido de pertenencia, echa en la memoria la
fascinación, alegrías, frustraciones y anhelos vinculados al sitio que le tocó
vivir, pero en el fondo nos traviesa la condición múltiple de llevar en las
alforjas esa transhumancia de quienes vinieron antes.
Mi padre es el ejemplo más próximo que
tengo al respecto. Llegó a Venezuela embadurnado de juventud y ahí labró sus
días como extranjero que de a poco fue ganándose un lugar en la geografía que
le sirvió de asiento. Hizo amigos, apreció y se sintió apreciado en aquel
presente no exento de incertidumbres y erigió un futuro con las manos. Formó
una familia, trabajó, soñó, murió años después en la Upata que se le incrustó
como una estaca de vida en pleno corazón. Jamás hubo en él partición alguna en
cuanto a su espacio existencial: era un francés venezolano y un venezolano
francés. Así, sin más contradicciones, sin otros efectos mutuamente
excluyentes.
Nunca imaginé que me tocaría ir tras sus
pasos. Mientras estuve en Venezuela juraba alejarme de ella sólo por períodos
muy cortos. Unas vacaciones, un viaje debido a razones académicas, cierto
traslado por motivos diversos pero con el punto de fuga anclado en mi zona de
confort, no otra que esa donde coseché familia, amigos, sudores, proyectos, en
fin, el día a día como invención y experiencia constitutiva.
Pero ya sabes, el mundo es como es así que
llegó el momento de partir. Lo que no sorprende a nadie ya: el país como espejo
hecho pedazos; los hijos, que merecen un futuro cuya concreción estás cuando
menos obligado a despejar; tú mismo, porque vivir supone esforzarte, quebrarte
el lomo aquí o allá, darte de bruces con los fantasmas que te persiguen e
intentar domarlos en función del horizonte que te habías metido entre ceja y
ceja. De tal manera que irrumpe de pronto, como aguacero en el trópico, la
palabra exilio. Uno autoimpuesto, abrazado a tu respiración, a cada minuto de
tus días.
Llevo más de tres años en Quito, ciudad que
a decir verdad me atrapó a primera vista. Debo aclarar que soy un hombre con
suerte, he escrito en otra parte que mi estadía en la Mérida venezolana durante
mis años universitarios hizo lo suyo: al llegar aquí noté un no sé qué, cierta
familiaridad que me arrojó otra vez a aquellos tiempos idos. Me los devolvió
cubiertos de nostalgias, lo que supuso el primer paso de un encuentro menos
duro con la nueva realidad. Después, tengo la impresión de que sucedió a la
inversa: por razones que ignoro le caí bien a esta ciudad cargada de tanto por
reconocer, de interrogantes y de frío y bueno, hay que celebrar que nos
llevamos de puta madre hasta el presente.
Decía arriba que jamás pasó por mis
circunvoluciones cerebrales moverme de Venezuela, instalarme en otras latitudes.
Eso que llaman venezolanidad, cosa que ignoro desde el intelecto pero que soy
capaz de percibir, de asimilar con los poros, la adrenalina, el subconsciente o
como diablos se diga, estuvo arraigada en mí hasta la médula. Emigrar era un
verbo carente del cemento necesario para atarme siquiera a una posibilidad.
Pero aquí estoy, hecho caldo de cultivo, magma con fondo de Ciudad Guayana, de Upata,
de los Llanos o de Mérida entremezclado con una tierra extraña que también ahora
conforma al hombre que voy siendo. Entonces recuerdo a mi padre y sonrío, lo
comprendo mejor, lo conozco más que ayer, sé qué le cruzaba el alma al recordar
historias de su infancia, lugares cotidianos de su juventud, la vida como
abanico de momentos aceptados, incorporados, novedosos en función de realidades
que llegan, que abarcan y asfixian y oxigenan luego, por fin hechas suyas sin
que se contradigan o repelen. También soy un inmigrante en la ciudad de Quito,
amalgama entre el país que traigo en las espaldas y éste que me recibe y me
deja ser y me permite. Toda una experiencia que jamás busqué. Todo un entramado
que enriquece.
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