Enciendes la tele o la radio, te das una
vuelta por la cuadra, escuchas cierto murmullo en la mesa contigua a la que
ocupas y dices hay que ver cómo está el patio. Y el patio, lo descubres cada
vez que pones patitas en la calle, termina siendo músicas a toda pasta,
turistas cámara al pescuezo para la foto de la estatua que aparece en los
folletos y gente con el chicle a punto, rascándose
los huevos en cualquier esquina.
Si lo anterior te cubre de cabo
a rabo, suma y sigue. En mis cuentas entra de cajón el tipo que quiere ser
inteligente, para remate no sólo dispuesto a restregarte lo listo que es a
quemarropa sino a mantenerlo desplegado, como un pavo real del intelecto, las
putas veces que se te ponga enfrente.
Imagino que cualquiera desea serlo.
Inteligente, digo. Pero una cosa es eso, anhelar cierta condición como algo
natural y necesario y otra la patética intención de hacer ver, de mostrar, de
soplar al cuello de los otros tu talento (real o no), tu capacidad de ser muy pilas (falsa
o verdadera), tu encarnación del lince que todos deben conocer, apreciar,
envidiar en sus fueros más profundos.
Entonces basta poner un pie en las aceras
para darte de bruces con semejantes personajes. Juro por todos los dioses que
su número es directamente proporcional a la estupidez que hace mella en
nosotros, con la facilidad del cuchillo atravesando la manteca. Frente a tales
fenómenos saco mis pistolas: si el asunto toma el cariz que a todas luces
pulula, pues abajo las neuronas, las circunvoluciones cerebrales, el
coeficiente intelectual y demás pseudoindicadores parecidos. Estos bichos se
metieron entre ceja y ceja que ser inteligente es el numerito que les tocó a
rajatabla en la lotería de las cabezas súper amobladas, de modo que resulta
urgente espantarlos, darles con la punta de la bota en la espinilla, mandar al
diablo tanta pelotudez empaquetada en un
ego como el de Maradona.
Como si ser inteligente fuese el único
horizonte. Como si la inteligencia, esa masa informe, extraña, gelatinosa y
tantas veces esquiva implicara un fin y no apenas el medio. He conocido brutos
redomados sumamente listos y lumbreras andantes, verdaderos asnos por la línea
del medio. Jumentos de pe a pa que los ves y no lo crees. Me saca de las
casillas el cretino que frunce el ceño y se sostiene en ademán de genio el
mentón con la mano izquierda, para soltar con airecillo superior la voz en plan aquí estoy mira qué maravilla y
pretender pontificado neuronal con pies de vidrio o barro. Estamos hasta las
narices de individuos fagocitados por una creencia, la de que son la última
Coca Cola en el erial de nosotros, pobres mentes coloquiales mondas y lirondas.
En la panadería están, en las salas de
espera de los hospitales, en el autobús, en la academia, en la reunión de
padres y representantes de tu hijo, en el bar, en el salón de clases, en las
farmacias y también en los burdeles. Como de infecciones parecidas casi que no hay lugar
a salvo decides darte unas vacaciones, alejarte, procurarte la asepsia que
supone el mar, las olas, el cielo estrellado de sus noches. En esas andas
cuando echado en la tumbona miras de reojo el libro que lee un señor gordo a
dos metros de ti: “Cómo ser inteligente
en diez lecciones”. Y ahí acaba el asunto. Ahí coges tu cerveza y te largas
en silencio, para no volver jamás.
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