La gente hace cualquier cosa por recordar
pero lo que soy yo intento darme de bruces con el olvido. La gran manía de
estos tiempos es ésa, pillarlo todo con la evocación al punto de convertir la
desmemoria en trazas lejanas de lo que ya no es.
Los nunca olvidadizos Funes tienen mucho a
su favor porque de ellos cuelgan mil aliados inimaginables. Fitina en cápsulas
blandas, ginseng en gotas milagrosas, terapias oxigenantes del cerebro,
fármacos de cualquier pelaje para patearle los huevos a la desmemoria y, en
fin, mil modos de aborrecer la amnesia que si te pones a ver, un buen día todo
puede acabar en tétricas realidades que de sólo imaginarlas me ponen los pelos
de punta.
Supón que todo lo recuerdas. Mírate
engullido por un agujero negro donde el cuento borgeano pasó a ser realidad
monda y lironda. Por un segundo ten la certeza de que guardas en tu cabezota
los trozos intactos de lo vivido, ayer, hoy, mañana y siempre. El infierno,
compañero, las pailas ardientes de una cotidianidad que al mínimo descuido te
masticará y escupirá sin remedio.
Leí hace años que el escritor Ednodio
Quintero siente por Japón y su cultura una admiración entrañable. Sé que es
cierto porque fue mi profesor en la universidad y semejante adoración le chorreaba
por los poros. En el documento que llegó a mis manos contó una historia: sus
padres viajaron al Oriente becados por asuntos académicos. El señor embarazó a
una japonesa y el niño, al nacer, se quedó con ellos. Cuando regresaron a
Venezuela fue presentado en el registro civil de Las Mesitas, allá en los Andes
trujillanos. ¿Cómo salido de un relato de Cortázar, no?, pues bien, la historia
explica al pelo esa atracción de Quintero por el mundo japonés. Al morir el
padre, el escritor continúa diciéndonos que por casualidad halla un fajo de
papeles en un baúl perdido y justo en ese instante vislumbra la impronta del
Japón en su vida familiar. Descubre asimismo la experiencia de mamá y papá en
aquellas lejanías al punto de que luego, al comentarla con ella, termina por
confesarle la verdad: ocurre que no es su verdadera madre. Punto y fin. Colorín colorado, el relato se
ha acabado, lo cual deja entrever una historia extravagante que me impresionó,
me dejó lelo, patidifuá en el preciso momento de haberla conocido.
Seguí hurgando acerca de lo referido por
Quintero, cuestión que sumó más datos al escueto testimonio que he expresado
aquí. Sin embargo, con el tiempo creo haber obviado detalles, aspectos claves al respecto, y por supuesto
mis recuerdos son apenas el vestigio de una verdad que ve tú a saber si lo es
en el estricto sentido que esa palabreja significa.
Mejor así, claro. Ahora que lo pienso, el
cuento de mi profe escritor estarás de acuerdo conmigo en que resulta extraño,
muy literario, incluso fantástico por donde lo mires. Me he preguntado si serán
ciertos, si tales acontecimientos pasan por el cedazo de lo auténtico o se
mueven en esa masa gelatinosa de los relativismos a la hora de decir lo que
decimos, de exponer con palabras cuanto nos sucede. ¿Será alimentada nuestra
narrativa por la imaginación y blablablá, heredera o derivada del olvido que siempre
anida en nosotros? ¿Serán nuestras lagunas, desmemorias y páginas mentales en
blanco motor de ensoñaciones clave a la hora de nombrarnos Homo sapiens? Pueda que sí o
pueda que no, a mí que me registren. Importa un rábano, digo yo, la terapia
génica o como diablos se diga en función del recuerdo y sus bondades. Para qué
decir no, si sí: el olvidadizo que voy siendo mira el mundo con la belleza,
sueño y fantasía que ya quisiera para sí aquel Funes, súpermemorioso, que tan
en buena hora nos obsequió Borges con un cuento -fíjate ahora qué paradoja- por
completo inolvidable.
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