Entro a un bar de la calle Foch y ahí está.
Piernas cruzadas, vestido corto, sonrisa a la medida, copa de cerveza en mano.
Por seguirle la corriente pido una igual, Club Premiun helada, tres dedos de
espuma con burbujas a punto, y mientras enciendo un tabaco me observa como si
nada, como afirmando para sus adentros miren a éste, a ver qué se trae ahora.
La verdad es que siempre me he tomado el
tiempo necesario para detallarla. Desde la primera vez vislumbré en ella cierta
condición literaria, un personaje de Margaret Atwood quizás, de Quim Monzó o
Bolaños, no lo sé con exactitud, pero sin duda emergiendo de la fantasía hecha
ahora realidad, una especie de Afrodita a diez metros de mí desplazándose sobre
las aguas como en una aparición cargada de misterio y de erotismo.
Ríe como ella sola, a menudo entre
fantasmagórica, divertida o melancólica. La chica del bar, pongamos que se
llama Amelia, Lucía, incluso Bárbara. Sí, Doña Bárbara en pleno dos mil veinte
sin caballo, sin hacienda ni sombrero. Doña Bárbara con vestido a mitad de muslos,
tan ceñido que casi es otra piel encima de la suya, una piel de durazno que te
incita a acariciar con mucha, mucha gloria y poca pena.
La
sigues con la vista y casi mueres, compañero. Una muerte lenta entre piernazas
y tetas de infarto. Un morir que supone el más allá aquí mismo, Paraíso
incluido, a escasos diez metros entre tú y esas curvas que prometen llevarte a
la cueva del placer. Ahí está, ahí yace de cerca y no me preguntes cómo ni por
qué pero mírala, róbatela con los ojos, disfruta si puedes de esos labios como
una emanación, como cerezas, y si lo haces qué te va importar el mundo y la madre que lo parió hasta que de
nuevo sonrisas, piel, muslos descubiertos, cerveza fría y salud, porque levantas
tu vaso y brindas, observas, continúas observando con tu trago alzado mientras
vuelves a decir salud y ella sólo ríe, tan campante, tan tranquila, tan pícara
que semejante manera de reír no sabes si implica su particular respuesta, su
brindis personalísimo únicamente contigo y para ti, o si por el contrario es un
hachazo, gesto desolador, tétrico sarcasmo para mandarte al mismo infierno.
La
chica del bar parece comprenderte, es oráculo cuyas respuestas son justo las
que necesitas. Da en el clavo como no tienes idea, atiende, sabe, escucha sin
interrupciones y nunca, jamás de los jamases abandona esa sonrisa. Como una
Gioconda ensimismada tampoco aparta los ojos de donde te encuentres. Lo sabes
porque estés donde estés, en tu mesa sorbiendo tu cerveza o al levantarte para
ir al baño o acercarte al tipo que sirve tragos en la barra, en todo momento la
miras y te mira, desde cualquier ángulo no dejan de coincidir, buscas sus ojos
y los hallas sumergidos en los tuyos. Hoy, a estas alturas, sabe de mí más que
cualquiera, navega en lo que soy, increpa, recrimina sin misericordia, o por el contrario asiente,
estimula, aprueba y felicita eso que comparto, que cuento desde mi lugar en
esta mesa desolada con la autoridad de mujer que tiene a todos cogidos por las
bolas.
Regreso al bar de la Foch y no la
encuentro. Por primera vez no está donde la hallaba cualquier fin de semana. La
chica con el vestido que la abraza, como una segunda piel, mientras cruza unas
piernas muy largas, mientras bebe su cerveza Premium, mientras sonríe y te mira
y tú le devuelves el gesto, la chica del bar casi confesándote que ya empezaba
a imaginar que no aparecerías se ha ido ve tú a saber a qué parajes y con quién.
En su lugar Johnnie Walker, Black Label, deambula en su botella con levita,
sombrero y bastón.
-El
afiche estaba casi por venirse al suelo-, dice el barman al otro lado de la barra.
-No daba para más-, remata a quemarropa. Entonces
frunzo el ceño, me encojo de hombros y me marcho. Afuera, la noche me engulle
por completo.
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