Como a la mayoría, el encierro me
sorprendió por completo. Una sorpresa de doble vertiente: por una parte, la
noticia en la Universidad de que toda actividad en el campus se suspendía a
partir del mediodía (¿tan pronto?, ¿y eso?, ¿estamos así de complicados?); por
otra, el hecho de que el confinamiento terminara significando algo distinto a
cuanto imaginé desde un principio.
A ver si me explico. Tengo entendido que
soy alguien cuya relación con cuanto le rodea pasa por un toma y dame
sustentado en lo estrictamente fáctico. Pensar, leer o escribir en la calle, en
los cafés, en la trastienda del sillón mullido en aquel rincón de casa. A medida que el tiempo avanza compruebo cómo
termino por meterme de cabeza en estas cuatro paredes: aceptándolas, primero a
regañadientes, y luego con un dejo de resignación entre equilibrado y a punto
de explotar. Entonces el confinamiento, palabreja que al inicio bullía en medio
de significados inquietantes, fue protagonista de cierta metamorfosis que hoy
viernes ya ni sé desde qué instante dejó de apuñalarme. Confinarse es también
un ejercicio a contrapelo de aislarse, supone algún estado cuya catadura, en mi
caso, excluye de pe a pa al Robinson Crusoe que con tanta nitidez vislumbré
hasta hace muy poco. Un alter ego que
poco a poco vuela en mil pedazos.
Y así los días marcan su particular
tránsito en el vaivén de la sala, en la geografía redescubierta del sofá, en el
mundillo de pensamientos que en buena medida pretenden diseccionar esto que se
nos clavó en lo cotidiano. Por lo que, en primer lugar y aunque suene de lo más
raro, he trabajado más que en tiempos sin corona y sin virus. La computadora
hace de las suyas, las clases también, de modo que a diario los encuentros
ocurren y las discusiones van y vienen, sumergidas en esa masa gelatinosa que
dieron en llamar virtualidad. Clases, corrección de pruebas, reuniones de
trabajo -el día a día disfrazado de normalidad gracias al chip, a la pantalla
líquida, al milagro de un chasquido denominado conexión-, mil y un eventos que
impone la academia pero también cine, literatura, charlas con ahínco alrededor
del desayuno, escritura y soledad. Ah, y la Casa
de papel, serie en las entrañas de Netflix que empezamos a ver -yo sin
mayor ánimo, la verdad sea dicha- cuya puesta en escena terminó cogiéndome por
el pescuezo y qué le voy a hacer, todos los días de ocho a diez, dos capítulos
de un solo golpe, a ver qué pasa y cómo acaba la cuestión, porque son tres
temporadas y navego en la mitad de la segunda. En el fondo uno se aferra, al
pasado, al futuro, a la inercia o qué sé yo, en una dinámica que todavía llevas
contigo aunque le hayan magullado la nariz.
Y de la soledad, pues de la soledad saltan
como liebres búsquedas, vueltas de tuerca, explicaciones en función de estas
circunstancias que nos tocan. Ante la pandemia, sus orígenes y consecuencias,
intento con mucho ruido y menos nueces cuadricularla, vincularla con el tipo de
vida que hemos llevado hasta hoy y entonces pretendo echar una ojeada a cuanto
vendrá, a ese caldo espeso que pretendo amasar tan pronto pueda largarme a la
calle. ¿Será la misma vida?, ¿habrá que imponer cambios?, ¿transitaremos como
si nada por los vientos del presente?, ¿qué de todo esto sacaremos en limpio? Desde
la mesa del comedor o mientras te duchas imaginas, piensas, te rebanas las
meninges, pretendes embadurnar de lógica común el espacio que te engulle.
¿Seremos capaces de reconfigurar algo -no me preguntes cómo- para darle
manotazos a aquellos polvos que quizás trajeron estos lodos?, ¿sí?, ¿no?,
¿estoy diciendo estupideces?, ¿las cosas, el mundo, nuestra realidad o como
diablos se diga, en definitiva permanecerán como si nada?
Lo que soy yo, no me hago demasiadas
ilusiones. Sin embargo me da por imaginar que un mínimo de decencia, un impulso
ético en función de nosotros mismos y los otros podría sacudir algún resorte,
movernos cuando menos a reflexionar qué ha sido todo esto y cómo pretendemos,
de cara al futuro, el mundo en que vivimos.
La libertad individual postpandemia, pongo por caso. ¿Cómo asumir lo que
vendrá en función de nuestra relación con el Estado -pienso aquí en aquella
libertad negativa de la que escribiera Isaiah Berlin-, sobre la base de la
seguridad ciudadana?, ¿qué decir acerca de la solidaridad, de quienes comparten
con nosotros este mundo, de nuestros vínculos con cuanto se extiende de la
epidermis para allá?, ¿cuál será la iniciativa en relación con la seguridad
social para que, en vista de esta pesadilla, la cobertura en nuestros países
pueda de veras transformarse en amplia y eficaz?, piensa tú, dime tú, ¿es que acaso
continúo escribiendo tonterías? ¿Mejor busco otro tema porque ya se sabe que todo
cambiará para que todo siga igual?
Mientras, el encierro hace de las suyas.
Una especie de espiral a modo de silencio, definido por cuatro paredes, implica
nuevas relaciones con lo otro. Y lo otro es todo aquello que hasta hace muy
poco llevaba en el alma connotaciones que al presente van rotando, cambiando,
como un caleidoscopio cuya existencia no te imaginabas. Ahí, en el ojo de un
huracán que despeina, te sacude y te revienta, vives la experiencia que alguna
vez, esperas, comentarás a tus nietos. Vuelvo y digo, ¿seremos los mismos en
ese futuro que nos mira de reojo?, es posible que no, aunque lo más probable
sea que sí. Por ahora hay que vivir el presente, y el presente obliga cuando
menos a decirse cosas, a intentar pensar, a hurgar en el qué haremos desde esto
que vamos siendo. Entonces veremos. Seguro que ya veremos.
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