La editorial Alfaguara publicó cinco tomos
con las cartas de Julio Cortázar. La verdad es que durante mucho tiempo fui
dado a cierta idea que luego deseché de cabo a rabo: no husmear en la
correspondencia de mis ídolos literarios, entre otras razones por aquello del
respeto. A la privacidad, al plano íntimo, a ese mundo que no tiene por qué
salir a la luz si no nos da la gana y que Cortázar defendía con uñas y dientes.
Todo un hacer que preserva de miradas furtivas, chismes de pasillo o cotilleos
que nunca vienen al caso. Sin embargo,
vislumbré después que aproximarse con reverencia al universo de nuestros
creadores abre puertas para ahondar en una cosmovisión que de otro modo se
mantendría siempre a la sombra. Entonces cedí a la tentación.
Puse los ojos como platos al instante en
que los vi sobre el mesón. Cinco libracos de puro magma literario, vital, a dos
metros de mí. Acaricié sus portadas, los cogí para saborearlos también gracias
al tacto y de inmediato sentí la conexión. O la seña, o el guiño, o como
diablos se diga. Ahí, en la librería del Fondo de Cultura Económica ipso facto los introduje en mi mochila
previa visita a la sonriente dama de la caja registradora. Entonces chin chin,
pagué el precio que dicho sea de paso aterrizó con oferta de por medio. Salí,
salí feliz con el tesoro a cuestas igual que cualquier niño en medio de un
cajón de golosinas.
De 1937 a 1984, sí, tal como suena, pero
por si acaso devuélvete y relee. Treinta y siete largos años el buen Julio dando
volteretas entre un sello postal, París, Buenos Aires y el sistema planetario
que erigió a su medida. En estas cartas
lo primero que notas es que el autor de Rayuela
fue el sastre de sí mismo, ni más ni menos. Un modisto que para qué Dior o Philippe
Laurent y la madre que los parió. Es más, confieso que el banquete es de troglodita -aún
leo y leo, pues no termino los tomos en cuestión-, con el beneficio adicional
de que no hay indigestión posible. Desde mis catorce años, época en que
descubrí al argentino en una Upata que ya va quedando lejos, leerlo ha
significado plena revelación de mil hechos literarios colgados de la vida
misma, de las calles o las cafeterías, como si fuesen pellejos desprendidos a
fuerza de intensidad y de pasión. Si algo me enseñó este escritor fue a
concebir cada mañana, tarde y noche impregnadas de literatura, como algo
natural, normalísimo, que colma, que enriquece, que chorrea por la comisura de
los labios de modo que vida cotidiana y cuentos y novelas van de la mano
entremezclados, fundidos, siendo dos cosas y una misma, lista para llevársela a
la boca.
No tienes idea de cuántas pistas, señas,
azares y descubrimientos caben en estas páginas. Un Cortázar ávido de Francia, un parisino sin
haber pisado la ciudad se ve de pronto en determinada habitación de la Casa Argentina
de París, en 1952, y entonces comienza la aventura, una que lo lleva a mirarse
de golpe por dentro, a toparse sin aviso y sin protesta con Julio Florencio
Cortázar en una especie de autohallazgo que le obsequiará las armas para
iniciar tarea: ser argentino como ninguno, latinoamericano como el que más y
edificar obra tan bonaerense y universal que qué puede importar seguir
hablándote de estos asuntos si existen ya los tomazos de marras para que te los
comas como se come el pollo con los dedos. Pero ni modo, sumo y sigo.
He gozado con este Cortázar lleno de
asombro en la ciudad que lo recibe, en la París que era nostalgia antes de
llegar a ser lo que significó, donde un escritor se prepara, tonifica los
músculos y anda y chupa, como las esponjas, el tuétano de la existencia desparramado
a izquierda y a derecha. Del lado de acá y del lado de allá, si lo prefieres.
Un ser que abre de par en par las ventanas de lo lúdico, de la entrevisión,
metido de cabeza en el océano del arte, del intelecto puro y duro, del jazz, del
tango, de Stravinski, de Cocteau y del pensamiento por donde te dé la gana,
todo en su primera madurez, hasta que como imagen de caleidoscopio se desdibuja
paciente, muy de a poco, borroneándose el intelectual en su burbuja y emergiendo
por allá alguien cuyo destino pasó de la página impresa, de los libros, de la
exquisitez purista del esteta al día a día cuyo punto de fuga es el claxon de
los automóviles, la señora que hace los bizcochos al doblar la esquina o el
aroma del café en esta realidad que nos aplasta la nariz.
Noto cómo nacen sus cuentos, el por qué de
“Axolotl”, el germen de “La noche boca arriba”, la huella de La Maga antes de
soñar con Rayuela. Aquí, en este
epistolario, los cronopios dejan su particular estela, hilo de Ariadna que te
permite seguirlos hasta sus orígenes. Vaya datos con los que me cruzo y fíjate
qué forma tan cortazariana de dar con todos ellos mientras nado entre palabras
por el mar a veces sosegado y a veces proceloso de su pluma. “Me llevo a París
un solo disco metido entre la ropa”, escribió antes de partir y luego de
regalar música, libros, objetos que fueron suyos tantos años en la Argentina
que dejaba atrás, “es un viejísimo blues de mi tiempo de estudiante que se
llama Stack O’Lee Blues, y que me guarda toda la juventud”. Yo, lo que soy yo,
mientras tanto sigo leyendo el tomo cuatro.
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