7/02/2020

Me llevo a París un solo disco


    La editorial Alfaguara publicó cinco tomos con las cartas de Julio Cortázar. La verdad es que durante mucho tiempo fui dado a cierta idea que luego deseché de cabo a rabo: no husmear en la correspondencia de mis ídolos literarios, entre otras razones por aquello del respeto. A la privacidad, al plano íntimo, a ese mundo que no tiene por qué salir a la luz si no nos da la gana y que Cortázar defendía con uñas y dientes. Todo un hacer que preserva de miradas furtivas, chismes de pasillo o cotilleos que nunca vienen al caso.  Sin embargo, vislumbré después que aproximarse con reverencia al universo de nuestros creadores abre puertas para ahondar en una cosmovisión que de otro modo se mantendría siempre a la sombra. Entonces cedí a la tentación.
    Puse los ojos como platos al instante en que los vi sobre el mesón. Cinco libracos de puro magma literario, vital, a dos metros de mí. Acaricié sus portadas, los cogí para saborearlos también gracias al tacto y de inmediato sentí la conexión. O la seña, o el guiño, o como diablos se diga. Ahí, en la librería del Fondo de Cultura Económica ipso facto los introduje en mi mochila previa visita a la sonriente dama de la caja registradora. Entonces chin chin, pagué el precio que dicho sea de paso aterrizó con oferta de por medio. Salí, salí feliz con el tesoro a cuestas igual que cualquier niño en medio de un cajón de golosinas.
    De 1937 a 1984, sí, tal como suena, pero por si acaso devuélvete y relee. Treinta y siete largos años el buen Julio dando volteretas entre un sello postal, París, Buenos Aires y el sistema planetario que erigió a su medida.  En estas cartas lo primero que notas es que el autor de Rayuela fue el sastre de sí mismo, ni más ni menos. Un modisto que para qué Dior o Philippe Laurent y la madre que los parió. Es más,  confieso que el banquete es de troglodita -aún leo y leo, pues no termino los tomos en cuestión-, con el beneficio adicional de que no hay indigestión posible. Desde mis catorce años, época en que descubrí al argentino en una Upata que ya va quedando lejos, leerlo ha significado plena revelación de mil hechos literarios colgados de la vida misma, de las calles o las cafeterías, como si fuesen pellejos desprendidos a fuerza de intensidad y de pasión. Si algo me enseñó este escritor fue a concebir cada mañana, tarde y noche impregnadas de literatura, como algo natural, normalísimo, que colma, que enriquece, que chorrea por la comisura de los labios de modo que vida cotidiana y cuentos y novelas van de la mano entremezclados, fundidos, siendo dos cosas y una misma, lista para llevársela a la boca.
    No tienes idea de cuántas pistas, señas, azares y descubrimientos caben en estas páginas. Un  Cortázar ávido de Francia, un parisino sin haber pisado la ciudad se ve de pronto en determinada habitación de la Casa Argentina de París, en 1952, y entonces comienza la aventura, una que lo lleva a mirarse de golpe por dentro, a toparse sin aviso y sin protesta con Julio Florencio Cortázar en una especie de autohallazgo que le obsequiará las armas para iniciar tarea: ser argentino como ninguno, latinoamericano como el que más y edificar obra tan bonaerense y universal que qué puede importar seguir hablándote de estos asuntos si existen ya los tomazos de marras para que te los comas como se come el pollo con los dedos. Pero ni modo, sumo y sigo.
    He gozado con este Cortázar lleno de asombro en la ciudad que lo recibe, en la París que era nostalgia antes de llegar a ser lo que significó, donde un escritor se prepara, tonifica los músculos y anda y chupa, como las esponjas, el tuétano de la existencia desparramado a izquierda y a derecha. Del lado de acá y del lado de allá, si lo prefieres. Un ser que abre de par en par las ventanas de lo lúdico, de la entrevisión, metido de cabeza en el océano del arte, del intelecto puro y duro, del jazz, del tango, de Stravinski, de Cocteau y del pensamiento por donde te dé la gana, todo en su primera madurez, hasta que como imagen de caleidoscopio se desdibuja paciente, muy de a poco, borroneándose el intelectual en su burbuja y emergiendo por allá alguien cuyo destino pasó de la página impresa, de los libros, de la exquisitez purista del esteta al día a día cuyo punto de fuga es el claxon de los automóviles, la señora que hace los bizcochos al doblar la esquina o el aroma del café en esta realidad que nos aplasta la nariz.
    Noto cómo nacen sus cuentos, el por qué de “Axolotl”, el germen de “La noche boca arriba”, la huella de La Maga antes de soñar con Rayuela. Aquí, en este epistolario, los cronopios dejan su particular estela, hilo de Ariadna que te permite seguirlos hasta sus orígenes. Vaya datos con los que me cruzo y fíjate qué forma tan cortazariana de dar con todos ellos mientras nado entre palabras por el mar a veces sosegado y a veces proceloso de su pluma. “Me llevo a París un solo disco metido entre la ropa”, escribió antes de partir y luego de regalar música, libros, objetos que fueron suyos tantos años en la Argentina que dejaba atrás, “es un viejísimo blues de mi tiempo de estudiante que se llama Stack O’Lee Blues, y que me guarda toda la juventud”. Yo, lo que soy yo, mientras tanto sigo leyendo el tomo cuatro.

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