Me enteré esta semana de la muerte de Morricone
y los recuerdos volaron como confetis. Años ochenta, estudiante universitario,
mes de agosto o diciembre. Como Caracas se atravesaba en la ruta Mérida-Upata y
como tenía amigos en la capital que también hacían vida entre libros, salones
de clase y cierta bohemia que nunca caía mal, las vacaciones empezaban por ahí,
en plena urbe a la que me entregaba un par de días con la sola idea de
atragantarme de películas, cine, cervezas, teatro, amistad y charlas, sobre
todo charlas, pongamos por caso, en el café de la Sala Rajatabla.
En esas andaba, saliendo de algún lugar en
Sabana Grande, acompañado por amigos del alma que hasta hoy dicen presente,
cuando no sé quién mencionó la película que no demasiado lejos podríamos ver si apurábamos el paso. En la marquesina de La
Previsora se leía: Cinema Paradiso.
Con Jean Claude y Fayad Douaihy, Gerardo
González, Jorge Nazzur, Agustín Millán y Kinen Aboud salí hecho polvo. Era una
historia concéntrica en la que otra, y otra, como en espiral ascendente, te
engullían, despanzurraban, molían a golpes de vida, de nostalgias, de amores,
poniéndote enfrente un espejo con el que te estrellabas de cabeza. Vi en esa película el recuento de cualquier
existencia digna de tal nombre y descubrí asimismo cómo un rollo de acetato
tiene mucho de cuanto somos sin llegar a sustituir, jamás de los jamases, la
realidad en la que permaneces incrustado como estaca.
Fue en esa instancia, al salir
de la sala, al procesar el estado de ánimo en que todos habíamos caído cuando
reconocimos, unánimes, la magia de la música, esas melodías casi fundidas con escenas,
gestos, diálogos a lo largo y ancho de Cinema
Paradiso. Entonces Ennio Morricone no fue el compositor ni el maestro
recién hallado en lo alto del Olimpo cinematográfico sino el genio de la
lámpara, especie de mago a ras del suelo capaz de concederte el don de la
memoria untada de saudade, un ir y venir
a otras orillas gracias a solos de violín, escupitajos de piano, notas,
acordes y qué sé yo qué otros embrujos parecidos. Con Cinema Paradiso, con Morricone,
encontré una arista adicional en la geometría fantástica que en la adolescencia
intentaba mordisquear, una colgada del cine como ámbito para entrever allá
adentro, en tus profundidades, lo que has sido y eres. Menuda pretensión la de
aquel chico.
En esos días tenía la seguridad, o cuando
menos la intuición, de que la literatura en particular y el arte en general
constituían pilares sin los cuales ningún hombre podría ser capaz de
sostenerse. Era una ingenuidad, por supuesto, pero haciendo las sumas y las
restas llego a la conclusión de que sin tales búsquedas, sin el posterior
hallazgo, sin darme de bruces con una novela, una sinfonía, una película, una
pieza como las de Morricone o una representación de Macbeth no sería ahora el
que soy, para bien, para mal o para regular. Por eso creo que una obra de arte
existe no sólo para que la admires y clic clic, hagas la foto, sino para
cambiar modos de concebir esto que llamamos mundo, para transformar, para
actuar como explosivo que vuela en pedazos -pónle aquí cámara lenta si quieres-
maneras de pensar, de estar y de existir. Ocurre poco a poco, muy lentamente, pero
estoy convencido de que en el plano de lo artístico es una fabulosa consecuencia.
Tengo la certeza de que Morricone, un
músico con alma de dinamitero, hizo lo suyo al respecto, a su manera, como le dio
la gana. Si no me crees anda, levántate y escribe Cinema Paradiso-Ennio Morricone ahí en Youtube y date vida. Y dime después si estoy equivocado. Dime
entonces si no hablamos de un genio, sin aspavientos ni chorradas, que hizo de
la música artilugio para llevarte a otras orillas.
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