5/10/2011

Ganas de joder

Un amigo chavista, con buena conciencia, jura que el gobierno abre la trocha para llegar al cielo. Me invita a un café y en medio de la charla suelta como si nada, convencido hasta los tuétanos, la más espectacular de las creencias: tenemos derecho a la vivienda, a la educación, a la atención médica, a mil y una cosas nobles. “Lo dice la Constitución”, remata a quemarropa.
Una constitución es un texto por lo general preñado de cosas lindas, cargado de excelentes intenciones (y a veces de algunas no tan buenas, escondidas entre líneas) donde queda plasmado un pacto, un deber ser, una idea, una visión de país fraguada por consenso. Hasta aquí, de maravillas.
Lo malo es que el derecho al Paraíso, pregonado por demagogos y finalmente recogido en los textos constitucionales, viene a cuento justo a la hora de los encantamientos, al momento en que la musculatura populista anda a toda máquina engarzando incautos. Más allá, qué duda puede haber, se recibe un coñazo en la nariz, y es la misma realidad quien cerrando el puño lo propina sin contemplaciones.
Digamos que la educación de un pueblo, la salud, las viviendas dignas para todos, forman el punto de fuga que un gobierno sensato, decente, ético, que trabaja para los suyos, debe y tiene que colocar en el más elevado orden de prioridades. No hacerlo equivale a una perversa imbecilidad. Mi amigo cree que la revolución juega su papel histórico porque unos encachuchados escribieron ciertos derechos y los entronizaron en el librito azul. Ya cumplieron.
En verdad suena hermoso. A ciertos oídos resulta muy agradable la música populista, pero gobernar bien dista años luz de estas maromas leguleyas. Tales derechos suponen metas, son horizontes que deben conquistarse y mantenerse a fuerza de trabajo duro, organizado, bien pensado, sistemático, apoyado en un conglomerado social no refractario a la creación de riqueza. Si somos capaces de producirla, entonces podremos llevar a la realidad, en concreto, el conjunto de frases edulcoradas que por lo general adornan nuestra Constitución. Que nadie se engañe: el bienestar tiene su precio y por detrás de amagos demagógicos y retórica incendiaria es preciso sufragar las cuentas. No hay almuerzo gratis.
Es bueno que el Estado cargue con las facturas al respecto, pero sería mejor que la misma sociedad generara los recursos económicos para que aquél en realidad pague los gastos, que son muchos. ¿Cómo hacerlo? Abriéndose al mundo, produciendo y comerciando intensamente, alentando la inversión local y foránea, siendo más democráticos, educando en serio, respetando al pie de la letra las reglas de juego, ahorrando, integrándose económica y culturalmente a la comunidad internacional, haciendo uso de nuestras ventajas comparativas y aprovechando con inteligencia las fuerzas de la globalización, entre otras cosas. Las dos Coreas, las dos Alemanias, la China de Mao y la China de hoy dan cuenta de lo que digo. Métale la lupa a esas realidades y concluya.
No hacemos mucho con que políticos oscuros, populistas de cualquier pelaje decreten una cantidad de ideas sin piso sólido guindándolas de la Constitución con la espada de la justicia social flameando como llama vengadora, porque si no hay en las arcas la riqueza necesaria para afrontar semejantes maravillas, habremos construido una realidad más retorcida, una pobreza todavía mayor que la de antes. Si no hay quien pague, tristemente, y así se retuerzan de indignación todos y cada uno de los genios gobernantes, terminamos endeudados. Y endeudarse se transforma por mala costumbre en una espiral ascendente cuyo fin es la quiebra, la miseria más profunda y el desequilibrio en todos los flancos.
Hay que aprender a crear riqueza, claro, y esas lecciones pueden darla España, Taiwan, Japón, Chile, Singapur, Irlanda, la India del presente, y un largo número de países que decidieron dejar atrás su atraso y brindarles a sus ciudadanos mayores oportunidades para prosperar. A ser demócratas se aprende, por su puesto. A ser tolerantes también, y a respetar al otro, al diferente, al que no piensa como tú o al que no se viste como tú. Se aprende a pensar, a ser ordenados, laboriosos, disciplinados. Lo más fácil es destrozar al paso, acabar con lo que existe y suponer que en ese trance hemos borrado la historia, porque a partir de ahí, a partir del agente destructor, comienza otra nueva, fundadora, rescatadora, originaria, pura y perfecta. Por eso aquí se habla a cada rato de salvamentos. Medio mundo vive pendiente de ilusiones semejantes. Casi todos nuestros políticos, mediocres, ignorantes como son, quieren salvar algo: las tradiciones, los niños de la calle, la patria, el folclor, el honor, las plazas, las buenas costumbres, la moral, el queso de mano, el palo a pique, el turrón de leche o el carato de maíz, y en sus disparates suponen que tienen la ecuación precisa para ganar, para cobrar sin trabajar, para obsequiar felicidad a rienda suelta. La utopía les hace carantoñas, y de ahí al Mar de la Felicidad hay sólo un paso.
La prosperidad no yace incrustada en las páginas de las constituciones. Es preciso darle forma física, a veces llorarla, perseguirla, pero sobre todo sudarla. Y eso hay que aprenderlo. No se decreta en ningún texto. Ya quisiera Chávez, un inepto como pocos, brindar, producir los recursos y la ayuda requerida para que la mayoría, a través de su empeño, consiguiera ascender en el sinuoso camino al bienestar. Ya quisieran los iluminados de este país, los Araque o los Istúriz, los Jauas o los El Troudis, aportarle a la sociedad venezolana la millonésima parte de lo que otros, en diferentes latitudes, ofrecen a sus semejantes a partir de la riqueza que consolidaron. La Fundación Rockefeller, paladín del capitalismo y ejemplo de todo lo contrario a cuanto anida en los sesos de nuestros revolucionarios, en vista de las hambrunas que azotaban buena parte del continente asiático, en el año cuarenta y cuatro fundó y subvencionó un centro de investigaciones para crear variedades vegetales de alto rendimiento. Años después ese esfuerzo, junto con el de otras instituciones, se tradujo en la Revolución Verde de la India. Asimismo, las campañas relativas a la salud pública inherentes a vacunaciones infantiles consiguió un aliado extraordinario: Bill Gates, a través de la Fundación Bill y Melinda Gates. Sólo en el África subsahariana la ayuda económica y logística prestada por aquél no tiene parangón. La mortandad infantil ha descendido de manera impresionante. ¿Por qué pudieron hacer esto? ¿Por qué han sido exitosos en la consecución del bienestar, tanto para ellos como para otros? Éstas son preguntas que un demagogo como Chávez, un populista como Evo Morales, una caterva de corruptos y aprovechadores como sus aplaudidores, deberían hacerse, pensar y repensar.
Para joder a un país no es preciso esforzarse demasiado. Latinoamérica está plagada de ejemplos muy ilustrativos en este sentido. Decretar mejorías en negro sobre blanco es una forma metafísica de salir adelante, ridícula en la forma y en el fondo, quizás la más retorcida manera de engatuzar a los demás con el cuento de los ofrecimientos sin ton ni son, a diestra y siniestra, peor aún al venderse bajo el engaño de la obligatoriedad de cumplimiento exigida por una Constitución a propósito de sus contenidos.
Son ganas de joder, qué duda cabe. Simples ganas de seguir jodiendo.

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