5/08/2011

Lenguaje, realidad y política

Las palabras están hechas de tiempo, de memoria y de presente. El mundo cabe en ellas porque son la única manera de reconocerlo, es decir, a través de las palabras percibimos esa masa amorfa que llamamos realidad.
Ahí, en el pináculo de la condición humana, que es adonde hemos llegado gracias a un lenguaje como el que nos fuimos construyendo, se asienta el juego en sociedad, la posibilidad de encontrarnos y encontrar al otro; se incrusta el hecho extraordinario, antes de que el Homo sapiens obtuviera su partida de nacimiento, de referirnos al amor o a la guerra, de insultar o alabar, de elaborar intrincados sistemas filosóficos o nada más conversar en una esquina. El lenguaje, qué duda cabe, nos humanizó. Por eso basta unos instantes para descubrir a quien se eleva sobre su cresta y se reafirma como bípedo implume, o al que cae destrozado por sus dentelladas, feroces cuando se revierten justo ante la imposibilidad de pegar un sujeto con un predicado. Son los hombres, ni más ni menos, quienes darán uso al lenguaje en una especie de dialéctica que asombra por lo extraño que resulta, pues si bien él está ahí, a la orden y a nuestros meros pies, de algún modo le pertenecemos, de cierta paradójica forma nos atrapa al punto de que podemos afirmar que el lenguaje está en nosotros, claro, pero nosotros igualmente en él.
Vuelvo al primer párrafo: son las palabras el hilo vinculante con la realidad. Ahora bien, la experiencia nos dice que aquélla es una para cada quien, y de ahí el lógico (y sano) relativismo que nos cubre por los cuatro costados. Pero es a estas alturas cuando los usuarios toman, en el peor de los sentidos, de las palabras lo que les conviene para crear mundos abstractos y deslastrar a la retórica de toda unión con lo concreto, con lo que exige pruebas fehacientes, con lo ubicable a un palmo de nuestras narices.
La mayoría de los políticos sirven para ilustrar lo anterior, sobre todo cuando se dan a la tarea de hablar incluso por los codos sacándole el cuerpo a lo tangible. Si algún demagogo habla de libertad, deja abierto en el vocablo un boquete de dimensiones gigantescas, lanza al ruedo un sin fin de posibilidades. La idea de libertad, por ejemplo, es casi infinita aunque en política ipso facto la asociamos con la individual, económica, de expresión, de pensamiento o de prensa, por mucho que un Chávez, un Perón, un Castro, un Lusinchi, un Bush, un Menem, no las hayan mencionado para nada. El término libertad se transforma de este modo en coladera que abre paso a variadas interpretaciones, se toma una buena dosis de laxante semántico, por la razón sencilla de que al pronunciarlo suponemos que se trata de algo bueno, maravilloso además a la hora de campañas. Tenemos, como es obvio, nuestras ideas acerca de lo que es la libertad, o la democracia, pero en concreto pueden ser muy diferentes, e incluso incompatibles. Ahí queda algún vocero del gobierno como ejemplo vomitivo: “excesiva democracia”, llegó a soltar sin que se le notara un mínimo temblor de voz.
Libertad, democracia, patria, igualdad o justicia son palabras que a cada instante resbalan por bocas muy competentes frente al levantamiento de castillos en el aire. Un demagogo es un maestro del embuste discursivo, una máquina pendiente de elaborar chasquidos de la lengua. Le aterra concretar, tiembla ante lo palpable, porque ésos son terrenos de logros o fracasos, de hechos consumados o no, y ahí todos caen para morder el polvo.
En política, como en cualquier ámbito, el lenguaje nos vincula con la realidad. Hay que estar pendientes de cuál realidad está en juego.



Julio de 2004.

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