2/01/2012

Calma en la ciudad



Salir a la calle es como salir a la selva. Ya lo dijo Héctor Lavoe. En la naturaleza el mundo es una carrera de cien metros planos y quien no se apura termina por ser pasto de ciertos jugos gástricos. Salir a la calle es entrar a una Caja de Pandora.
Días atrás, en plena selva de cemento, el rostro agresivo de la cotidianidad se me puso enfrente justo cuando tomé un taxi. Pegada a la guantera la calcomanía de un fortachón gritaba con furia: ¡Pague primero y hable después! Pagué, claro, y luego anduve mudo hasta llegar a mi destino.
Otro tanto me ocurrió en el por puesto, un Malibú oxidado que me puso de patitas en Upata. La agresividad cambió a manoseo léxico, a morronga de palabras entremezclados con ganas de reír: "Soy viejito pero subo y bajo", decía la pegatina en la puerta del chofer. Y a un lado del volante, en el tablero: "La virginidad enferma gravemente, vacúnate". De entre los carros de alquiler, las perreras y busetas, el mundo de la poesía en ocasiones queda a pocos pasos. Ahí descubrí a Diomedes Díaz, poeta mayor, al edulcorado Arjona, poeta a ratos, y al vanguardista reggaeton. Nada, por supuesto, como "Una cerveza la trajo a mí", de ese filósofo de la Modernidad que resultó ser Pastor López, para darse cuenta de una buena vez que la vida es un racimo de flores y que Horacio, el latino, tenía toda la razón: hay que colgársele hasta del último segundo, hay que aprovechar el día y dejarlo exhausto.
A veces me da por usar el transporte público a manera de escudo defensor. Subo a la unidad y ese universo, que es un agujero negro en plena calle, te traga por completo. Es una práctica que llevo a cabo cuando voy a Upata los fines de semana o en los días de vacaciones. Entenderá usted que jamás lo hago en Puerto Ordaz, sencillamente porque una perrera (pregúntele al alcalde) resta demasiado a la mística experiencia que me he atrevido a exponer en estas líneas.
Una buseta es el receptáculo de las pasiones amorosas, de los odios reprimidos o los sueños incumplidos. Recuerdo aquella maravilla que cubría la ruta Centro-Bicentenario, allá en mi pueblo, en la que no más ponías el pie adentro y te sentabas, una mujer de tetas como el Himalaya invitaba a no ensuciar el bus, que era de todos. O aquella otra, amarilla y negra, cuya modestia sólo arrojaba la frase que rezaba "El papi de todas las mamis, móntate pa' que aprendas". Todo un dechado de frescura, de sabiduría por poquísimas monedas.
Ni el lexotanil, ni la valeriana, ni la manzanilla. El Prozac ni en broma. Subo a una buseta y la calma se apodera de mi espíritu. Las de Upata, que son las mejores, cumplen al dedillo su doble función de traslado y de sosiego, con el añadido, claro está, de que ahorran en gastos de diván y demás hierbas. Les estoy completamente agradecido.

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