Mi hijo Daniel quiere un helicóptero. Uno de juguete, claro, pero que vuele de verdad. A sus casi seis años prefiero que se eleve sólo a ras del suelo, y entonces me entrego al hecho de subirme con él a otras naves, a otros aparatos, a otras invenciones.
Pedirle al Niño Jesús una máquina capaz de despegar es de lo más emocionante, por supuesto, asunto que en mis días de imberbe hubiese hecho las delicias del patio. Pero qué va, existían parapetos voladores menos reales y más imaginarios. Le cuento de esos tiempos, abrazo las historias que guardo en la memoria con el lenguaje que le gusta: el de la algarabía y el de las aventuras.
En la cama, echados al amanecer, un golpe de almohada bien puede resultar el encendido que implica ascender y navegar. Volar también ocurre desde un colchón entre café, abrazos o sonrisas. Durante mi época infantil atravesar las nubes, visitar Júpiter o Marte, pilotar cohetes, suponía una caja de cartón elegida como nave, tenía que ver con la mata de guayaba, en el patio, y su ramaje dispuesto para cobijar a quienes deambularan en busca de adrenalina, sueños y nuevas experiencias.
Daniel toca un botón y se prende cierta luz, mueve la palanca y sentimos que nos elevamos. Ríe, y esas carcajadas dejan entrever sin duda que el helicóptero añorado es poco comparado con esto. Volamos, vagamos a placer. Allá abajo, mira, está tu calle, tu casa, corren tus amigos. Papá, ¿las nubes son de algodón?, ¿podemos ir a Francia?, ¿a Liliput?, ¿nos metemos en ese arcoiris? Zarandeamos interrogantes mientras observo cómo la dicha chorrea por la comisura de sus labios. Le gusta despeinarse, goza con el viento que le tumba la gorra del Caracas, se empina a más no poder para arrojarse de seguidas en picada, a toda velocidad, hasta ascender nuevamente en medio del vértigo y las hormigas en la panza.
“Es como en El Principito”, me dice. “Es así, pero mejor”, reconoce. Tiene su planeta, Daniel fabrica un cuerpo celeste para él, tiene además un lugar preferido en ese astro, de modo que en cada chance prende los motores y allá va, al sitio más divertido que haya de existir nunca jamás. Yo lo veo y regreso a mi particular historia, a mis andanzas parecidas, cuando disfrutaba de su edad. Su avión también es la máquina del tiempo. Ahora él es quien me enseña, me indica el camino, me toma de la mano y es capaz de hacerme cosquillas en el cuello. Coloca frente a mí el espejo en que nos contemplamos sin que medien estaturas, años cumplidos, dientes de leche o quién engendró a quién. Somos dos y basta. Volamos y eso es suficiente. Danzamos perdidos en un solo abrazo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario