Hay libros que nos
gustan de cabo a rabo, pero éstos son la minoría. Lo común es hallar
escritos-mosaicos irregulares: nos atrapa buena parte de lo que hay en ellos,
pero también muestran lunares, manchas, zonas oscuras cuya existencia termina
desalentándonos con fuerza.
Una tarde en Maracaibo miraba pasar la vida
en un café del centro. Como las mesas estaban repletas, alguien se acercó,
saludó y pidió ocupar un sitio junto a mí. Era un señor entrado en años, calvo,
de lentes, con los dientes amarillos por la nicotina. Yo leía, tenía en las
manos algo de Cynthia Ozick, recuerdo bien. Entonces lanzó a quemarropa algo
más o menos así: “también suelo acercarme a estos lugares y leer, sólo que a
estas alturas leo lo que me da la gana y lo que me da la gana es justamente lo
que me da placer”. Lectura y hedonismo, claro está. Me gustó lo que el recién
llegado ponía sobre el mantel.
Hay gente, siempre lo he dicho, que anda
por el mundo llamando la atención. Personas que chorrean esa especie de magma,
de aura que no deja de producir curiosidad. Gente que le busca cinco patas a
los gatos y bueno, basta que los tropecemos para de golpe saber que son ejemplares
raros, individuos de lo más extraños, seres capaces de descolocar las cosas y
seguir como si nada.
Pidió agua mineral y echó afuera su
historia. En dos platos, mi acompañante pasaba los días engordando su
biblioteca ideal, un entramado de libros cuyo único punto en común era que
todas, todas y cada una de sus líneas, párrafos y páginas otorgaran placer total al ser leídos. Si hallaba un
pasaje indigno de la misión que se había propuesto completar, sencillamente lo
tachaba. Si era una hoja, o dos o tres o diez, las arrancaba, de modo que sólo
permaneciera aquello placentero. Debía perdurar lo que a su juicio era un
tesoro digno de ser leído y degustado en cualquier lugar o circunstancia.
Aquella biblioteca era su maravilla, labrarla suponía la obra de una vida. Lo
escuché con atención y asentí, le dije que su plan era de fábula. ¿Era feliz de
esa manera?, pues bien, no era yo quién para opinar en contra.
Ahora, en otra ciudad y otro café, con un
ensayo de Alberto Manguel sobre la mesa doy chupadas al Davidoff que alguien
tuvo el buen tino de obsequiarme. También desde esta trinchera miro pasar la
vida y sin que esta vez nadie se acerque, pida permiso y ose ocupar la silla
frente a mí, acaso porque las mesas no están ahora repletas, acaso porque los
días y sus circunstancias ya no son los mismos, abro al azar el libro, paso los
ojos por la página treinta y dos, y leo: “Me viene a la mente el moralista
Joseph Joubert, cuyos hábitos de lectura fueron descritos por Chateubriand:
cuando leía, arrancaba de los libros las páginas que no le gustaban, y de este
modo iba conformando una biblioteca personal hecha de volúmenes destripados con
cubiertas medio sueltas”.
Fruncí el ceño, levanté mucho las cejas,
pensé en el café de Maracaibo y en aquel Jack, destripador de libros, calvo,
con los dientes amarillentos por acción del cigarrillo, y en el señor Joubert,
este otro despanzurrador que tenía ahí mismo, justo a mis pies en ese instante,
hecho letras y hecho obra literaria. Pedí otro café y continué leyendo.
Continué leyendo, no faltaba más.
1 comentario:
Pues bien, mi apreciado amigo Roger. Fuiste timado por un maracucho dientes de fumarola. Al menos te queda la dicha que en Puerto Ordaz muy difícilmente alguien pueda acercarse para hablar de libros... y no hay ningún Jack. Saludos.
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