Recordar es a veces una experiencia que
puede sorprender. Estoy sentado en el café de siempre, con el libro a punto, el
agua mineral, el tabaco enredado entre los dedos. Entonces, no sé por qué
razón, me viene a la cabeza una imagen casi en blanco y negro: ella me encanta,
me sorprende cada día. Soy un imberbe de apenas nueve años con la certeza de
que esa niña, ubicada unos pupitres más allá, es el amor de mis amores.
Me lleno de valor y una tarde calurosa,
plena de sol en el patio del colegio, confieso la maraña de emociones que
traspasa lo que soy con sólo imaginarla. Se lo digo con todas sus letras:
“estoy enamorado de ti”. Entonces el golpe en la mandíbula. Lo que viene de
inmediato es el desprecio que me obsequia con la sencillez de una sonrisa
helada, que es casi una mueca, y la fiereza de un desplante, que es dar la
media vuelta e irse. Recordar, digo, es una experiencia que hoy por hoy llega
aumentada, impresionante, debido a que el presente hace quizás de lupa, de
lente capaz de deformarla. La sonrisa de cuchillo, el hecho de encoger los
hombros y continuar su camino aparece en
mi memoria como el horror de todos los horrores, como el dolor más hondo
atravesando el cuerpo del joven que fui en aquellos tiempos.
Pasan unos años. Estoy en mi habitación y
acabo de ducharme. Frente al espejo invierto el tiempo necesario: lucho con el
peine hasta que cada hebra parece ocupar el sitio que elijo para ella. Poco
después la penumbra del cine se presta para la aventura furtiva del amor. Tomo su
mano, la chica que yace a mi lado no es mi novia pero ardo en deseos porque
alguna vez lo sea. Se llama Alejandra o Carolina, llevo par de meses
transitando por la calle de la amargura en brazos del enamoramiento y justo ahora, sin percatarme
de cómo llego al cielo o de qué ruta he tomado para agarrarlo por asalto nos
besamos. Estamos comiéndonos a besos en la sala oscura de un cine de pueblo sin
importar la pantalla ni la gente alrededor ni el mundo en que vivimos. Por
primera vez siento en mi boca una lengua que no es la mía, que entra y sale
como pez y se pasea a sus anchas procurando cosquillas, sensaciones, adrenalina
a chorros. Siento su saliva, su respiración, siento sus dientes mordiendo mis
labios con sapiencia, poco a poco. Fui feliz como ninguno. El recuerdo cobra
rostro de faena mil veces esperada, ansiada, compartida. Jamás antes siquiera había
soñado con alegría parecida. Dos horas de besos sin descanso, dos horas respirando
a medias, entregado al hecho de vivir por fin la vida de otros que besaban así
sólo en películas. Ella, absoluta responsable de que por semanas el insomnio
hiciera estragos en mis noches, de pronto estaba ahí, era real, de carne y
huesos, y yo permanecía a su lado nada menos que entregado a la más apetitosa, a
la más dulce tarea que pudiera imaginar en esos días.
Jugamos al béisbol, viernes por
la tarde. Mi turno al bate, tres strikes,
se acabó. Ni siquiera alcancé a ver los lanzamientos. Debió ocurrir en el
ochenta y uno o el ochenta y dos, cuando el béisbol, y asimismo el fútbol,
formaban parte inseparable de la vida cotidiana. ¡Mariquita! Al poncharme
escucho el dardo claramente dirigido a mí. ¡Mariquita, tres strikes, mariquita! Sentí el incendio, las
llamas subiendo desde el pecho a la cabeza. Giré, corrí loco de rabia, llegué a
tercera base donde me esperaba una mole, ancha, pesada, gigantesca, repitiendo
varias veces la misma palabreja. El recuerdo llega otra vez cargado de sorpresa,
transmutado, con la impresión de que llevaba a cabo una hazaña irrepetible. Me
había atrevido, estaba desafiando a un ser más que temido por cuanto
adolescente tuviera dos dedos frente. Cada embestida fue como un martillazo, cada
voltereta por los aires como un suplicio parecido al de Jesús cuando aquellos
matones lo golpeaban en esas películas que nos ponían las monjas acerca de ese
hombre melenudo y tan extravagante. Llega el recuerdo en imágenes saturadas de
heroísmo (me habían apaleado pero era un héroe, era mi propio héroe). Tenía
magulladuras hasta en las uñas y qué diablos, qué importaba a esas alturas.
Recordar sorprende a veces. No somos los
mismos, claro, pero la historia de lo que has construido tiende a asomarse por
ciertos ventanales y hacerte cosquillas en los pies. Ahí en el fondo hay
literatura de la buena, hay capítulos que te encargas de conectar con otros, y
con otros, en el intento de otorgarle pie y cabeza a lo que van siendo los
años, el tiempo, la línea que sale del ahora perdiéndose en el punto de fuga
del pasado.
La gramática de los recuerdos guarda el
hecho ventajoso de que puedes editar algunas cosas, de modo que sentado en el
café fumas, coges un sorbo de la taza, te metes por completo en la memoria, en
aguas que te parecen tuyas, plenamente conocidas. Entonces te vas explicando,
reconoces esa sombra que rebota en el espejo, sabes que el libro que has vivido
sorprende a cada paso y terminas diciendo qué coño, así andamos todos, así nos
echamos de cabeza al lago pantanoso de lo que inventamos porque toda vida es
realidad y es fantasía, es ficción al más puro estilo novelesco. Y qué
maravilla que así sea.
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