3/13/2013

Oficios de la memoria


    Recordar es a veces una experiencia que puede sorprender. Estoy sentado en el café de siempre, con el libro a punto, el agua mineral, el tabaco enredado entre los dedos. Entonces, no sé por qué razón, me viene a la cabeza una imagen casi en blanco y negro: ella me encanta, me sorprende cada día. Soy un imberbe de apenas nueve años con la certeza de que esa niña, ubicada unos pupitres más allá, es el amor de mis amores.
    Me lleno de valor y una tarde calurosa, plena de sol en el patio del colegio, confieso la maraña de emociones que traspasa lo que soy con sólo imaginarla. Se lo digo con todas sus letras: “estoy enamorado de ti”. Entonces el golpe en la mandíbula. Lo que viene de inmediato es el desprecio que me obsequia con la sencillez de una sonrisa helada, que es casi una mueca, y la fiereza de un desplante, que es dar la media vuelta e irse. Recordar, digo, es una experiencia que hoy por hoy llega aumentada, impresionante, debido a que el presente hace quizás de lupa, de lente capaz de deformarla. La sonrisa de cuchillo, el hecho de encoger los hombros y continuar  su camino aparece en mi memoria como el horror de todos los horrores, como el dolor más hondo atravesando el cuerpo del joven que fui en aquellos tiempos.
    Pasan unos años. Estoy en mi habitación y acabo de ducharme. Frente al espejo invierto el tiempo necesario: lucho con el peine hasta que cada hebra parece ocupar el sitio que elijo para ella. Poco después la penumbra del cine se presta para la aventura furtiva del amor. Tomo su mano, la chica que yace a mi lado no es mi novia pero ardo en deseos porque alguna vez lo sea. Se llama Alejandra o Carolina, llevo par de meses transitando por la calle de la amargura en brazos del  enamoramiento y justo ahora, sin percatarme de cómo llego al cielo o de qué ruta he tomado para agarrarlo por asalto nos besamos. Estamos comiéndonos a besos en la sala oscura de un cine de pueblo sin importar la pantalla ni la gente alrededor ni el mundo en que vivimos. Por primera vez siento en mi boca una lengua que no es la mía, que entra y sale como pez y se pasea a sus anchas procurando cosquillas, sensaciones, adrenalina a chorros. Siento su saliva, su respiración, siento sus dientes mordiendo mis labios con sapiencia, poco a poco. Fui feliz como ninguno. El recuerdo cobra rostro de faena mil veces esperada, ansiada, compartida. Jamás antes siquiera había soñado con alegría parecida. Dos horas de besos sin descanso, dos horas respirando a medias, entregado al hecho de vivir por fin la vida de otros que besaban así sólo en películas. Ella, absoluta responsable de que por semanas el insomnio hiciera estragos en mis noches, de pronto estaba ahí, era real, de carne y huesos, y yo permanecía a su lado nada menos que entregado a la más apetitosa, a la más dulce tarea que pudiera imaginar en esos días.
    Jugamos al béisbol, viernes por la tarde. Mi turno al bate, tres strikes, se acabó. Ni siquiera alcancé a ver los lanzamientos. Debió ocurrir en el ochenta y uno o el ochenta y dos, cuando el béisbol, y asimismo el fútbol, formaban parte inseparable de la vida cotidiana. ¡Mariquita! Al poncharme escucho el dardo claramente dirigido a mí. ¡Mariquita, tres strikes, mariquita! Sentí el incendio, las llamas subiendo desde el pecho a la cabeza. Giré, corrí loco de rabia, llegué a tercera base donde me esperaba una mole, ancha, pesada, gigantesca, repitiendo varias veces la misma palabreja. El recuerdo llega otra vez cargado de sorpresa, transmutado, con la impresión de que llevaba a cabo una hazaña irrepetible. Me había atrevido, estaba desafiando a un ser más que temido por cuanto adolescente tuviera dos dedos frente. Cada embestida fue como un martillazo, cada voltereta por los aires como un suplicio parecido al de Jesús cuando aquellos matones lo golpeaban en esas películas que nos ponían las monjas acerca de ese hombre melenudo y tan extravagante. Llega el recuerdo en imágenes saturadas de heroísmo (me habían apaleado pero era un héroe, era mi propio héroe). Tenía magulladuras hasta en las uñas y qué diablos, qué importaba a esas alturas.
    Recordar sorprende a veces. No somos los mismos, claro, pero la historia de lo que has construido tiende a asomarse por ciertos ventanales y hacerte cosquillas en los pies. Ahí en el fondo hay literatura de la buena, hay capítulos que te encargas de conectar con otros, y con otros, en el intento de otorgarle pie y cabeza a lo que van siendo los años, el tiempo, la línea que sale del ahora perdiéndose en el punto de fuga del pasado.
    La gramática de los recuerdos guarda el hecho ventajoso de que puedes editar algunas cosas, de modo que sentado en el café fumas, coges un sorbo de la taza, te metes por completo en la memoria, en aguas que te parecen tuyas, plenamente conocidas. Entonces te vas explicando, reconoces esa sombra que rebota en el espejo, sabes que el libro que has vivido sorprende a cada paso y terminas diciendo qué coño, así andamos todos, así nos echamos de cabeza al lago pantanoso de lo que inventamos porque toda vida es realidad y es fantasía, es ficción al más puro estilo novelesco. Y qué maravilla que así sea.

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