Mi hijo Daniel, que tiene seis años,
pregunta a quemarropa: ¿cómo vemos lo que imaginamos? ¿Por qué, si los ojos nos
permiten observar sólo hacia afuera, también vemos adentro de nuestras cabezas?
¿Cómo ocurre eso, papá? Respondo que la imaginación es una señora poderosa, que
dispone de visión particular, que se ríe a mandíbula batiente de estos pobres
ojos, en nada comparables con los de ella.
Me observa con el ceño fruncido, luego hace
una mueca con los labios y termina sentenciando: “tú no sabes nada de nada”. La
verdad es que no le falta razón. Entonces pienso en las imágenes, en la
ilustración mental que nos fabricamos acerca de mil cosas. Si los años sirven
para madurar, para ennoblecernos o para hacernos peores hombres, por ejemplo,
también el tiempo va fraguando en nosotros
-o nosotros en él, qué voy a saber yo-
cierto perfil en función de algunos hechos, de ciertos elementos que
siempre han estado ahí, acompañándonos, presentes en el despliegue vital sin el
que jamás nos convertiríamos en lo que somos.
Para no ir muy lejos, vea usted, yo mismo tengo una imagen entrañable de
los días de la semana. El lunes, no me pregunte por qué, es de una tonalidad
verdosa y con cara de pocos amigos. El martes es oscuro, enmarañado, casi un
sonámbulo con los párpados semicaídos, el sábado tiene forma de cubo azulado,
el domingo es por completo amarillo, pálido y un poco calvo, y así. ¿Que de
dónde saco tales referencias?, pues no tengo la menor idea.
Un amigo llegó a confesarme que para él los
números cambian de semblante a medida que ascienden o descienden a partir del
cero y que los meses del año cobran fisonomía según los estados de ánimo que
atraviesa al momento de nombrarlos, lo cual me pareció ya más plausible por
aquello del inconsciente, de Freud y Jung y toda la parafernalia, aunque no
dejó de sorprenderme. Le contesté que para mí la palabra ghetto evoca un paisaje de lo más especial, así como banana o
cópula. La primera es colorida y también sórdida, lo cual va muy bien con lagos
y sauces borroneados por una neblina espesa mientras que las otras dos traen
enganchadas mucha saliva y cantidad de espuma a borbotones. Las cosas de la
mente, qué ocurrencias. Pero el colmo de los colmos, exclamé, sucede cuando en
el camino aparecen términos sofisticados: peróxido de hidrógeno, Linum
Usitatissimum, adenosín trifosfato y demás palabrejas por el estilo. Entonces
nacen formas danzarinas, muy claras, icónicas diría yo, que se abrazan con el
alma, con la identidad profunda del término en cuestión. Fue así como me percaté
la otra vez del porte risueño de un corpúsculo. Quién lo hubiera imaginado.
Fíjese, haga el esfuerzo y fíjese bien cómo vislumbra usted a un ácido graso poliinsaturado. Es más, hagamos un ejercicio a
cuatro manos, pongamos por caso la vesícula. Pensemos en su vesícula, o en la
mía, ¿no es acaso atractiva por su colorido?, ¿ve esas líneas negro mate que la
surcan de arriba a abajo y se ramifican hacia los costados?, ¿nota cómo
resplandece en medio de otras partículas vecinas, amorfas, repelentes, nada
llamativas? Es un caleidoscopio fascinante. Y no hablemos de la pleura o del
humor acuoso.
En fin, que Daniel tiene toda la razón: no pude
responder a su pregunta, no sé nada de nada. Cuánta verdad en una frase.
2 comentarios:
Brillante Róger, tampoco sé nada. Los niños hacen preguntas irrespondibles... excelente crónica de lo cotidiano.
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