Para que ustedes vean, uno empieza el día
con el pie derecho, poniendo en orden las ideas y los deberes, feliz porque el
café de la mañana sabe a gloria, los besos de los hijos llueven como dulces, y
bueno, resulta que el pasado o la nostalgia o los recuerdos, que al fin y al
cabo son lo mismo, te cogen por el pescuezo a la vuelta de la esquina.
Cada quien tiene su historia, eso lo sé.
Hoy quiero compartir un poco algo de la mía. Una entre tantas, claro. Se trata
de la Mueblería Troya, en Upata, o lo que quedaba de ella. Ahí, en ese
lugar de la calle Miranda pasé años de
felicidad al por mayor, justamente porque la mueblería y el patio que tenía al
fondo y la gente que la frecuentaba daban la impresión de que no eran de este
mundo, es decir, rozaban algo cercano a lo que uno halla en los libros, en las
historias que te atrapan de cabo a rabo al punto de que ya no puedes desprenderte
del fajo que te comes con los ojos.
De la Troya sobrevivía el viejo caserón y
del patio, las pocas veces que logré entrar, ya adulto, y sentarme por ahí para
ver cómo los recuerdos navegaban solos por el mar de la memoria, seguía en pie la
misma atmósfera, el silencio hecho pedazos por la chiquillada, la luz idéntica
a la que me sorprendía tarde a tarde cuando era muchacho, y las pintas, las
pintas sobre un paredón desvencijado, sin friso ni color, que alguna vez
hiciéramos para joderle la paciencia a los demás: “Kinen es un güebón”, “Yoni
no es más pendejo porque no es más grande”, “Jean Claude tiene culo de mujer, “Mayed,
deja la paja y busca novia ya”.
Esta mañana fui a Upata muy temprano. La calle
Miranda, como de costumbre, es un hervidero de transeúntes, de perros
callejeros, de gatos que deambulan por los techos y de vez en cuando deciden
pasear su elegancia por una que otra acera. A una cuadra de la plaza la
Mueblería Troya, como los viejos robles, caía en medio de su orgullo y del
calor, se venía abajo entre la polvareda, el gentío, los escombros y el edificio
que la va a sustituir. Confieso que se me hizo un nudo en la garganta. Tres
hombres derribaban su última pared en pie, la delantera, a golpes de mandarria,
y yo sólo me detuve a observar cómo ese templo de la infancia, de pelotas,
riñas, patinetas y ensoñaciones de todos los pelajes terminaba transformado en
amasijos retorcidos.
Pensé en todos. De pie, en la
acera, vislumbré a los compañeros de esos tiempos (tengo la fortuna de que
algunos son hoy mis amigos entrañables). Wagih F.Douaihy, propietario, quizás nunca imaginó qué regalo nos hacía al
permitirnos, al soportar como el mejor de los estoicos las diabluras que
inventamos día a día mientras disfrutábamos creciendo, viviendo, exprimiendo la
niñez y después la adolescencia. Donde esté, tengo el pálpito de que hoy dejó
escapar alguna lágrima.
En
fin, a mi edad he comprobado que la casa de los recuerdos, la mansión de la
memoria permanece incólume aunque la aplanadora de los años se empeñe en lo
contrario. En el fondo ese espacio sigue ahí, ocupando el lugar privilegiado
que le corresponde: por encima del progreso, de la técnica que no sabe de
nostalgias, más allá del desarrollo que tarde o temprano da el zarpazo, los
recuerdos andan frescos, van y vienen a placer, quedan al alcance de la mano. Es
lo que en definitiva importa.
2 comentarios:
Llegué aquí por algo que busqué en Google, puedes creerlo?
Recuerdo como si fuera ayer cuando te fuiste a estudiar, porque te encantaba escribir.
Que bien lo haces querido Roger!
Un abrazo a la distancia
Santo Dios! Letizaida!, tantísimos años si saber de ti! Un abrazo muy fuerte y mis recuerdos, sí. Déjame tu correo y me ponfo en contacto. Qué fue de tu vida?
Otro abrazo desde la distancia.
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