8/15/2013

Mueblería Troya

    Para que ustedes vean, uno empieza el día con el pie derecho, poniendo en orden las ideas y los deberes, feliz porque el café de la mañana sabe a gloria, los besos de los hijos llueven como dulces, y bueno, resulta que el pasado o la nostalgia o los recuerdos, que al fin y al cabo son lo mismo, te cogen por el pescuezo a la vuelta de la esquina.
    Cada quien tiene su historia, eso lo sé. Hoy quiero compartir un poco algo de la mía. Una entre tantas, claro. Se trata de la Mueblería Troya, en Upata, o lo que quedaba de ella. Ahí, en ese lugar  de la calle Miranda pasé años de felicidad al por mayor, justamente porque la mueblería y el patio que tenía al fondo y la gente que la frecuentaba daban la impresión de que no eran de este mundo, es decir, rozaban algo cercano a lo que uno halla en los libros, en las historias que te atrapan de cabo a rabo al punto de que ya no puedes desprenderte del fajo que te comes con los ojos.
    De la Troya sobrevivía el viejo caserón y del patio, las pocas veces que logré entrar, ya adulto, y sentarme por ahí para ver cómo los recuerdos navegaban solos por el mar de la memoria, seguía en pie la misma atmósfera, el silencio hecho pedazos por la chiquillada, la luz idéntica a la que me sorprendía tarde a tarde cuando era muchacho, y las pintas, las pintas sobre un paredón desvencijado, sin friso ni color, que alguna vez hiciéramos para joderle la paciencia a los demás: “Kinen es un güebón”, “Yoni no es más pendejo porque no es más grande”, “Jean Claude tiene culo de mujer, “Mayed, deja la paja y busca novia ya”.
    Esta mañana fui a Upata muy temprano. La calle Miranda, como de costumbre, es un hervidero de transeúntes, de perros callejeros, de gatos que deambulan por los techos y de vez en cuando deciden pasear su elegancia por una que otra acera. A una cuadra de la plaza la Mueblería Troya, como los viejos robles, caía en medio de su orgullo y del calor, se venía abajo entre la polvareda, el gentío, los escombros y el edificio que la va a sustituir. Confieso que se me hizo un nudo en la garganta. Tres hombres derribaban su última pared en pie, la delantera, a golpes de mandarria, y yo sólo me detuve a observar cómo ese templo de la infancia, de pelotas, riñas, patinetas y ensoñaciones de todos los pelajes terminaba transformado en amasijos retorcidos.
    Pensé en todos. De pie, en la acera, vislumbré a los compañeros de esos tiempos (tengo la fortuna de que algunos son hoy mis amigos entrañables). Wagih F.Douaihy, propietario, quizás nunca imaginó qué regalo nos hacía al permitirnos, al soportar como el mejor de los estoicos las diabluras que inventamos día a día mientras disfrutábamos creciendo, viviendo, exprimiendo la niñez y después la adolescencia. Donde esté, tengo el pálpito de que hoy dejó escapar alguna lágrima.
    En fin, a mi edad he comprobado que la casa de los recuerdos, la mansión de la memoria permanece incólume aunque la aplanadora de los años se empeñe en lo contrario. En el fondo ese espacio sigue ahí, ocupando el lugar privilegiado que le corresponde: por encima del progreso, de la técnica que no sabe de nostalgias, más allá del desarrollo que tarde o temprano da el zarpazo, los recuerdos andan frescos, van y vienen a placer, quedan al alcance de la mano. Es lo que en definitiva importa. 

2 comentarios:

Letizaida Martínez dijo...

Llegué aquí por algo que busqué en Google, puedes creerlo?

Recuerdo como si fuera ayer cuando te fuiste a estudiar, porque te encantaba escribir.

Que bien lo haces querido Roger!
Un abrazo a la distancia

roger vilain dijo...

Santo Dios! Letizaida!, tantísimos años si saber de ti! Un abrazo muy fuerte y mis recuerdos, sí. Déjame tu correo y me ponfo en contacto. Qué fue de tu vida?
Otro abrazo desde la distancia.