Junto a mi mesa conversan dos tipos
mayores. Alzan la voz, gesticulan, piden más café, y por mucho que me escudo
intentando escapar de esas diatribas con No
digas noche, de Amos Oz, un comentario hace saltar mi taza, los libros, el
cenicero y la botella de agua mineral.
Tengo la costumbre de vivir y dejar vivir.
Tamaña máxima la aprendí de mi padre hace una punta de años, de modo que entre
ceja y ceja llevo la convicción de que cada quien con su cada cual, cada oveja
con su pareja, cada loco con su tema o cada luna con su medianoche. Lo
contrario es cercenar la más íntima de las necesidades, que es la de
privacidad, y es darle un hachazo a la libertad en el mero centro del
occipital. Conmigo no cuenten para eso.
Pero a veces se entremezcla la gimnasia con
la magnesia y qué va, el cóctel resulta intragable a cualquier hora, lo que me
hace fruncir el ceño, levantar como zorro las orejas, detenerme a propósito del bodrio que mis
vecinos tejen a quemarropa. Entonces ya ven, este sábado comento en voz alta
para ustedes. Y es que el mundo chorrea belleza, enigmas que bien valen el
recogimiento y la contemplación, pero también miserias, escupitajos cargados de
prejuicios y resentimientos que, como está el patio, hay que despacharlos
rápido sin darles tregua ni respiro.
No sé de qué iba la charla en su contexto
general y me interesaba un pepino, pero alguien habló de Venezuela, y luego de
América, y de España, y de ahí surgió la acusación, la palabra genocidio -que
por supuesto no ha sido lavado todavía, decían-; de ahí se materializó el
prejuicio, el dedo índice, la imbécil creencia de que todo el mal que nos
agobia hoy tiene certificado de nacimiento en la Conquista y comienza en
aquellos días llenos de espadas, de sotanas y de cruces.
No conozco un sólo país ajeno a la pólvora
o al cuchillo, a la violencia demencial en cualquiera de sus manifestaciones. No
existe sociedad humana virgen, de espaldas a mil avatares en que las injusticias
no se abracen con la sangre, con la explotación o la traición, con las más
bajas pasiones a la hora de anexarse territorios, defender dioses, imponer
cosmovisiones y enarbolar mejores formas de matar o pisotear. Así que no me
vengan con cuentos: dos buenos señores dándole a la lengua, consumiendo café
plus con cremita premium de cereza y chocolate derretido al canto, que pagarán
su cuenta al pelo y seguro también sus
impuestos, que pobrecitos, lancen como si nada cuatro inocuas pendejadas producto
de una charla típica de ociosos en un cafetín de pueblo, vamos, no debería ser
para tanto. Pero lo es. De percepciones así, de sentirnos dueños del circo y sus
alrededores, de tanto suponer que Dios ha bajado, que lo tenemos agarrado por
las barbas, que nos brinda una cerveza helada mientras asiente dándonos palmaditas
en el hombro, nace la creencia de que somos superiores, de que nos ultrajaron y
hay que cobrar venganza antes o después, pero cobrarla. A partir de disparates como ése aparecen las
más alocadas supercherías sobre nosotros
y sobre el lugar que ocupamos en la trama dura y caníbal de este mundo, que por
cierto no es ningún lecho de rosas.
Nacionalismos de todos los pelajes,
complejos de superioridad o de
inferioridad letales, ideas de pureza racial o cultural y otros delirios por el
estilo, Hitler, Stalin, Milosevic, Pinochet, Castro, Pol Pot, Nerón, sume y
siga y dígame, coño, si no hay que educar en serio para poner de patitas en la
calle a cuanto huela a suposiciones parecidas, a asépticos diálogos como éste, a
tantos tirios y troyanos incapaces de meterse en la historia sin gríngolas
ideológicas con pies de barro, incapaces de advertir que existe otro, que hay
alguien distinto a ti y que es maravilloso que eso ocurra.
Por supuesto que España conquistó, y lo hizo a la fuerza y a
la bruta, con saña y crímenes de por medio. Negarlo es una absoluta necedad
pero lo otro, alimentar odios, resucitar rencores, culpabilizar y no olvidar, hoy
por hoy, es una imbecilidad tallada a fuego lento. A las alturas del año que
vivimos la España de la Conquista forma parte de la historia, la historia con
mayúsculas, y quien pretenda ahora hacer
lodos con aquellos polvos es un tarado que únicamente se cura con lecturas, con
libros, con eso que dieron en llamar cultura. Lo otro es bolsería y bajeza
humana, buenas para escupir sandeces y peligrosísimas si hallan tierra fértil
en la que materializarse. Al carajo con ellas. Siempre.
3 comentarios:
Muy bueno Vilain, añadiría que los herederos de los sujetos originarios, los indígenas de hoy en día, siguen siendo los olvidados de siempre.
Carlos
Viejito, ¿qué es un "sujeto originario"?
Ah!, generoso eufemismo.
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