10/10/2013

Día de la Raza, o como se llame

    Junto a mi mesa conversan dos tipos mayores. Alzan la voz, gesticulan, piden más café, y por mucho que me escudo intentando escapar de esas diatribas con No digas noche, de Amos Oz, un comentario hace saltar mi taza, los libros, el cenicero y la botella de agua mineral.
    Tengo la costumbre de vivir y dejar vivir. Tamaña máxima la aprendí de mi padre hace una punta de años, de modo que entre ceja y ceja llevo la convicción de que cada quien con su cada cual, cada oveja con su pareja, cada loco con su tema o cada luna con su medianoche. Lo contrario es cercenar la más íntima de las necesidades, que es la de privacidad, y es darle un hachazo a la libertad en el mero centro del occipital. Conmigo no cuenten para eso.
    Pero a veces se entremezcla la gimnasia con la magnesia y qué va, el cóctel resulta intragable a cualquier hora, lo que me hace fruncir el ceño, levantar como zorro las orejas,  detenerme a propósito del bodrio que mis vecinos tejen a quemarropa. Entonces ya ven, este sábado comento en voz alta para ustedes. Y es que el mundo chorrea belleza, enigmas que bien valen el recogimiento y la contemplación, pero también miserias, escupitajos cargados de prejuicios y resentimientos que, como está el patio, hay que despacharlos rápido sin darles tregua ni respiro.
    No sé de qué iba la charla en su contexto general y me interesaba un pepino, pero alguien habló de Venezuela, y luego de América, y de España, y de ahí surgió la acusación, la palabra genocidio -que por supuesto no ha sido lavado todavía, decían-; de ahí se materializó el prejuicio, el dedo índice, la imbécil creencia de que todo el mal que nos agobia hoy tiene certificado de nacimiento en la Conquista y comienza en aquellos días llenos de espadas, de sotanas y de cruces.
    No conozco un sólo país ajeno a la pólvora o al cuchillo, a la violencia demencial en cualquiera de sus manifestaciones. No existe sociedad humana virgen, de espaldas a mil avatares en que las injusticias no se abracen con la sangre, con la explotación o la traición, con las más bajas pasiones a la hora de anexarse territorios, defender dioses, imponer cosmovisiones y enarbolar mejores formas de matar o pisotear. Así que no me vengan con cuentos: dos buenos señores dándole a la lengua, consumiendo café plus con cremita premium de cereza y chocolate derretido al canto, que pagarán su cuenta al pelo y seguro  también sus impuestos, que pobrecitos, lancen como si nada cuatro inocuas pendejadas producto de una charla típica de ociosos en un cafetín de pueblo, vamos, no debería ser para tanto. Pero lo es. De percepciones así, de sentirnos dueños del circo y sus alrededores, de tanto suponer que Dios ha bajado, que lo tenemos agarrado por las barbas, que nos brinda una cerveza helada mientras asiente dándonos palmaditas en el hombro, nace la creencia de que somos superiores, de que nos ultrajaron y hay que cobrar venganza antes o después, pero cobrarla.  A partir de disparates como ése aparecen las más alocadas supercherías  sobre nosotros y sobre el lugar que ocupamos en la trama dura y caníbal de este mundo, que por cierto no es ningún lecho de rosas.
    Nacionalismos de todos los pelajes, complejos de superioridad  o de inferioridad letales, ideas de pureza racial o cultural y otros delirios por el estilo, Hitler, Stalin, Milosevic, Pinochet, Castro, Pol Pot, Nerón, sume y siga y dígame, coño, si no hay que educar en serio para poner de patitas en la calle a cuanto huela a suposiciones parecidas, a asépticos diálogos como éste, a tantos tirios y troyanos incapaces de meterse en la historia sin gríngolas ideológicas con pies de barro, incapaces de advertir que existe otro, que hay alguien distinto a ti y que es maravilloso que eso ocurra.
    Por supuesto que  España conquistó, y lo hizo a la fuerza y a la bruta, con saña y crímenes de por medio. Negarlo es una absoluta necedad pero lo otro, alimentar odios, resucitar rencores, culpabilizar y no olvidar, hoy por hoy, es una imbecilidad tallada a fuego lento. A las alturas del año que vivimos la España de la Conquista forma parte de la historia, la historia con mayúsculas, y quien pretenda ahora  hacer lodos con aquellos polvos es un tarado que únicamente se cura con lecturas, con libros, con eso que dieron en llamar cultura. Lo otro es bolsería y bajeza humana, buenas para escupir sandeces y peligrosísimas si hallan tierra fértil en la que materializarse. Al carajo con ellas. Siempre.

3 comentarios:

carlos espinoza dijo...

Muy bueno Vilain, añadiría que los herederos de los sujetos originarios, los indígenas de hoy en día, siguen siendo los olvidados de siempre.
Carlos

roger vilain dijo...

Viejito, ¿qué es un "sujeto originario"?

roger vilain dijo...

Ah!, generoso eufemismo.