El gobierno de este
país escupe a los demás justo el virus que lo carcome: fascismo mondo y
lirondo. Si usted le pregunta a Maduro, a Darío Vivas, a cualquier guapetón con
poder tipo Cabello, Ramírez o Ameliach qué demonios entiende por semejante
asunto, cerrarán el puño, pondrán los ojos en blanco y se escuchará el disco
rayado: fascismo es la oposición, la Iglesia, Voluntad Popular y quienes se
abrazan con el imperio, el diablo y los extraterrestres. La bolsería, quién
puede negarlo a estas alturas, hace mella hasta en el último hueso.
Cuando Chávez
gobernó tuvo a su favor el genio demagogo que lo poseía así como un caudal de
dólares que populista alguno jamás soñó antes. Las cosas fluyeron mejor al son
de la chequera y los bailes de tarima. Misiones de cartón, petróleo para
regalar a manos llenas, corrupción día, tarde y noche. Desaparecido el
Comandante Infinito, Nicolás Maduro aterrizó de cabeza en el piedrero. Sin
dotes histriónicos para facilitar megaembauques, sin méritos ni credenciales de
caudillo tercermundista, el asunto de gobernar se le transformó en un
quebradero de cabeza. Heredó el desastre de Hugo Chávez y muy pronto, a la
velocidad del relámpago, terminó de hacer añicos la cristalería. La inflación
es la más alta del mundo, la inseguridad en las calles una réplica de país en
guerra y la escasez un problema cuya salida sólo pasa por enviar al basurero
cuanta ideología barata anida en las neuronas del Ejecutivo, trocándola sin complejos en empeño por tejer un
sector privado que haga su trabajo: crear riqueza, producir, generar empleo, es
decir, ponerle los patines a la economía. Estaba cantado el escenario del
presente. Ni Chávez primero, ni Maduro después, han calzado los números para
meterse en los zapatos de un estadista.
Cuando medio país
se hartó del Socialismo del Siglo XXI, parapeto típico de republiquetas
bananeras absolutamente refractario al progreso, a la modernidad, a los tiempos
que corren, y se dio cuenta de que no existen instituciones adonde ir ni
instancias que procuren la defensa de la ciudadanía que se atreve a disentir,
salió a protestar a las calles. Y salió en paz. Ese fue el detonante de la
represión más salvaje. Terrorismo de Estado
contra quienes piensan distinto y elevan su voz haciendo que se entere cuanto
señorón jura que el mismo Dios le da unas palmaditas en la espalda para luego
convidarlo a unas cervezas. Lo insólito, más allá de la inaceptable brutalidad
de las fuerzas represivas, ha sido el contubernio entre civiles armados que
apoyan al gobierno atacando y llenado de terror buena parte de la geografía
urbana del país y ciertos efectivos de la Guardia Nacional. Testimonios
documentados a diario, fotografías, videos y testigos de excepción dan cuenta
de una realidad que se tradujo en flagrante violación de los DD.HH. a través de juicios sumarios a alcaldes,
torturas a manifestantes, censura en los medios y un llamado a diálogo cuyo
correlato es mayor represión, insultos y amenazas.
Está claro que la
actitud del gobierno consiste en arrojar
más combustible a las llamas. ¿A quién beneficia semejante conducta? ¿Por qué
instalarse con terquedad en el locus insostenible
de la división y el incremento ciego de la violencia? ¿Qué posibilidad existe
de continuar gobernando con todos los poderes en un puño, bajo la lógica de un
dogma cuyo sumo sacerdote, un aspirante a caudillo iluminado, ha hecho aguas
desde hace mucho tiempo?
A lo mejor Maduro
jamás imaginó el nudo de fuerzas encontradas y disparates que recibiría de su mentor. La
condición de hombre de Estado supone cualidades que se crean mediante años de
experiencia, de preparación, de lecturas (leer libros, leer la vida) y un largo
etcétera con el fin de hacerle frente a los problemas que el arte de gobernar
sin dudas va a encontrarse en el camino. Ni él ni su antecesor caben, repito,
en la talla grande que exige pensar un país, en lidiar con sus circunstancias
reales o imaginarias para finalmente intentar dejarlo mejor de lo que lo
encontraron. Tal es, en verdad, el objetivo fundamental de todo gobernante que
se precie de serlo. Chávez y Maduro, qué duda cabe, hicieron méritos
suficientes para ganarse con honores un sitial en la molienda de la historia.
2 comentarios:
Sin duda debe ser el peor gobierno de la historia del país, tanto precolombina como postcolombina. El daño ya lo había sembrado el comandante infinito, etéreo, divino, sublime, universal y eterno. Qué gran bolsería el personalismo a un aprendiz de Hitler.
Pero, la mitad de la población, por decir lo menos, está en contra de este régimen oprobioso y no está dispuesta a obedecerle ni a respetarle. Es decir, ya no tiene poder, porque el poder es obediencia. Al perder el poder, tal como señaló Hannah Arendt, solo le queda la violencia para obligar a la obediencia. Todos sabemos que esa obediencia esclava no es duradera. No creo que tengan inteligencia ni dignidad ni honestidad para hacer lo que correspondería hacer: entregar el testigo a otros.
Así es Antolín. Saludos.
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