4/23/2017

El ornitólogo y la bailarina

    Tengo un amigo ornitólogo que ejerce su vocación como nadie. No sé él, pero lo que soy yo siempre supe que acabaría observando pájaros mañana, tarde y noche. La verdad sea dicha: el amor existe en mil y una maneras, de modo que mi amigo terminó rendido ante un cupido profesional, es decir, ante quehaceres propios de sus inclinaciones avícolas. Nada nuevo para mí, vuelvo y repito.
    Así como la cadencia de una frase, así como el ritmo particular de sintaxis que lo insinúa todo, así como el lenguaje fascina a quien se precie de escritor, pongo por caso, el bueno de mi amigo vivía cual mentecato, tirado de cabeza, sumergido hasta el pescuezo entre plumajes llamativos, cantos extrañísimos, formas de vuelo que ni te imaginas, ritos de enamoramiento o no sé cuántas maneras de construir un nido. Era su amor,  la entrega sin más a una faena que él eligió y ella también a él desde un chispazo cuyo origen se pierde en algún lugar de su lejana infancia.
    Mi amigo, al cabo de los años, dio con otra forma de entrar en pareja, la usual y no por ello menos enigmática. Ahora sí, una mujer de armas tomar desplegó su propia danza, asomó el destello de sus plumas y como avecilla misteriosa descolocó al buen hombre para siempre. Al caminar ella bailaba, se podría decir que casi levitaba y no era para menos. Había pertenecido desde su juventud al cuerpo principal del  American Ballet Theatre, de Nueva York, y ahora, luego de esa experiencia fabulosa, por otras razones regresaba nuevamente a su país y a su ciudad.
    Da la casualidad de que las casualidades no existen. Entonces el hombre de los pájaros se unió a la dama bailarina, un cisne, una gorriona, o como se diga, una palomilla delicada que tensó a la perfección el arco e hizo su disparo: mi amigo resultó flechado, atravesado, cazado por la presa.  Por algo sería. Y entonces pasaron los días, los meses, los años.
    El ornitólogo y la bailarina frecuentaban mi casa, yo la de ellos, preparábamos café, compartíamos algún licor, solíamos almorzar por ahí y créeme, siempre que los tuve enfrente parecían un mandala haciéndose desde ellos mismos, golondrinas en plena faena, dibujándose en el aire, embebidas, atragantadas de piruetas y revoloteos en picada o en zig-zag, libérrimas por donde las vieras, hasta regresar como si nada, en algún instante mutuamente elegido, a la jaula de lo cotidiano, de su labor diaria con los binoculares y el libro de notas (él, claro) y su perfomance sobre las tablas como práctica nunca abandonada a pesar de no trabajar ya como profesional (ella, por supuesto).
    Eran mis amigos y punto. Eran dos seres únicos llevando a cabo lo que les dio la gana. A diferencia de ti o de mí, habían hallado un canal menos común a la hora de decirse cosas, lo que comprendí desde la primera vez y en silencio concebí como lo más natural e incluso necesario de este mundo. El ornitólogo y la bailarina dominaban su lenguaje y qué más da, quise aprenderlo pero fracasé como bellaco. No es fácil asimilar otros idiomas, lo que combinado con mi edad y mi propensión a cierta practicidad que decidí no combatir jamás, levantó un muro inderribable. Resulta extraño: no hablé la lengua de mis amigos pero la intuí. Y eso bastó.
    Diez años, veinte, treinta. El ornitólogo y la bailarina continuaron en lo suyo. Se amaban, no cabe duda, y cierta vez, empinados sobre el jolgorio de unos besos, untados de sudores confundidos en abrazos, fueron poco a poco, lentamente, abriendo aún más las alas, contemplando como nunca el brillo de las plumas, el canto derramado en tonos que subían o bajaban como si fuese una ópera jamás antes escuchada. Ella levantó mucho los brazos, como para atrapar las nubes. Mi amigo la siguió en el gesto y justo en el último segundo, envueltos en jadeos, bañados de aliento y de saliva, batieron las alas y levantaron vuelo. Jamás volví a saber de ellos.

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