Tengo un amigo ornitólogo que ejerce su
vocación como nadie. No sé él, pero lo que soy yo siempre supe que acabaría
observando pájaros mañana, tarde y noche. La verdad sea dicha: el amor existe
en mil y una maneras, de modo que mi amigo terminó rendido ante un cupido
profesional, es decir, ante quehaceres propios de sus inclinaciones avícolas.
Nada nuevo para mí, vuelvo y repito.
Así como la cadencia de una frase, así como
el ritmo particular de sintaxis que lo insinúa todo, así como el lenguaje
fascina a quien se precie de escritor, pongo por caso, el bueno de mi amigo
vivía cual mentecato, tirado de cabeza, sumergido hasta el pescuezo entre
plumajes llamativos, cantos extrañísimos, formas de vuelo que ni te imaginas,
ritos de enamoramiento o no sé cuántas maneras de construir un nido. Era su
amor, la entrega sin más a una faena que
él eligió y ella también a él desde un chispazo cuyo origen se pierde en algún
lugar de su lejana infancia.
Mi amigo, al cabo de los años, dio con otra
forma de entrar en pareja, la usual y no por ello menos enigmática. Ahora sí,
una mujer de armas tomar desplegó su propia danza, asomó el destello de sus plumas
y como avecilla misteriosa descolocó al buen hombre para siempre. Al caminar
ella bailaba, se podría decir que casi levitaba y no era para menos. Había
pertenecido desde su juventud al cuerpo principal del American Ballet Theatre, de Nueva York, y
ahora, luego de esa experiencia fabulosa, por otras razones regresaba
nuevamente a su país y a su ciudad.
Da la casualidad de que las casualidades no
existen. Entonces el hombre de los pájaros se unió a la dama bailarina, un
cisne, una gorriona, o como se diga, una palomilla delicada que tensó a la
perfección el arco e hizo su disparo: mi amigo resultó flechado, atravesado,
cazado por la presa. Por algo sería. Y
entonces pasaron los días, los meses, los años.
El ornitólogo y la bailarina frecuentaban
mi casa, yo la de ellos, preparábamos café, compartíamos algún licor, solíamos
almorzar por ahí y créeme, siempre que los tuve enfrente parecían un mandala
haciéndose desde ellos mismos, golondrinas en plena faena, dibujándose en el
aire, embebidas, atragantadas de piruetas y revoloteos en picada o en zig-zag,
libérrimas por donde las vieras, hasta regresar como si nada, en algún instante
mutuamente elegido, a la jaula de lo cotidiano, de su labor diaria con los
binoculares y el libro de notas (él, claro) y su perfomance sobre las tablas como práctica nunca abandonada a pesar
de no trabajar ya como profesional (ella, por supuesto).
Eran mis amigos y punto. Eran dos seres
únicos llevando a cabo lo que les dio la gana. A diferencia de ti o de mí,
habían hallado un canal menos común a la hora de decirse cosas, lo que
comprendí desde la primera vez y en silencio concebí como lo más natural e
incluso necesario de este mundo. El ornitólogo y la bailarina dominaban su
lenguaje y qué más da, quise aprenderlo pero fracasé como bellaco. No es fácil
asimilar otros idiomas, lo que combinado con mi edad y mi propensión a cierta
practicidad que decidí no combatir jamás, levantó un muro inderribable. Resulta
extraño: no hablé la lengua de mis amigos pero la intuí. Y eso bastó.
Diez años, veinte, treinta. El ornitólogo y
la bailarina continuaron en lo suyo. Se amaban, no cabe duda, y cierta vez,
empinados sobre el jolgorio de unos besos, untados de sudores confundidos en
abrazos, fueron poco a poco, lentamente, abriendo aún más las alas, contemplando
como nunca el brillo de las plumas, el canto derramado en tonos que subían o
bajaban como si fuese una ópera jamás antes escuchada. Ella levantó mucho los
brazos, como para atrapar las nubes. Mi amigo la siguió en el gesto y justo en
el último segundo, envueltos en jadeos, bañados de aliento y de saliva, batieron
las alas y levantaron vuelo. Jamás volví a saber de ellos.
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